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ACENDRAR

Acendrar: depurar, purificar, limpiar, dejar sin mancha ni defecto.


1


Tenía moretones en el rostro, cerca de la mejilla derecha, y, a su vez, arrastraba consigo un sentimiento de odio a las espaldas. La mirada de Wesley ardía en llamas flamantes, y era casi imposible encontrar el reflejo acendrado de bondad y calidez que sus ojos irradiaron la primera vez que José Ángel lo conoció. A Wesley parecía que le importaba muy poco la razón por la que aquellos profundos cardenales le marcaban la piel bronceada, si no más bien se hallaba enfurecido con el acometido. José Ángel se detuvo un momento para elucubrar mejor los hechos y llegó a la pronta deducción que, en efecto, el culpable había sido el padre de Wesley. Nadie más en el mundo podría marcarle tales heridas de semejante magnitud. Wesley le hace un leve ademán a José Ángel para que lo siga, y este tuvo que tragarse todas aquellas innatas intenciones que tenía de llevar sus manos por sobre el rostro magullado de Wesley y abrazarlo contra su pecho. José Ángel se desvaneció en actos reprimidos.


Mientras lo seguía en silencio y sin chistar, José Ángel imagino que se acercaba el fin. Imaginó que el mundo se desquebrajaba, casi pisándole los talones, y que la ciudad, a sus espaldas, se infernaba en llamas de fuego y se sucumbía en escombros; polvo, tierra, y polvo otra vez. José Ángel observó a Wesley trepar hacia el techo de la pequeña capilla del vecindario y cederle una mano. Una vez que se hallaron casi al borde de la cúpula, Wesley liberó sus pies para balancearlos. José Ángel, por su parte, se abstuvo a cruzar los suyos; era su forma de decirle que necesitaba saber qué estaba pasando. Él pareció leerle la mente.


—Tenemos que largarnos de aquí—le habló por fin.


— ¿Qué sucedió? —Era una pregunta estúpida, lo sabía. Pero en ese momento, José Ángel andaba hecho un manojo de nervios. Su voz se sentía ahogada.


Wesley dejó de mover los pies.


—Ese bastardo lo ha hecho de nuevo—vociferó sin más.


José Ángel sabía exactamente a quién se refería; el moretón de Wesley saltó a la vista, por encima del último sesgo de la luz del sol al atardecer.


— ¿Él te lo ha hecho?


—Pues, ¿quién más? —le espetó—. Se ha enterado de lo nuestro.


El corazón de José Ángel comenzó a latir con mucha más fuerza, sus manos bañadas en sudor.


— ¿Cómo se ha enterado? —le preguntó en un hilo de voz.


—No lo sé, pero quiere que acabe con esto.


Un golpe seco cayó sobre el estómago de José Ángel. Apartó la mirada fuera del alcance de Wesley y se perdió en el momento, en el suave movimiento de la copa de los árboles, el cantar de las aves que emigraban hacia el horizonte, el sonido quejumbroso de los autos yendo y viniendo, la melodía de un vals criollo. Unos segundos después, Wesley giró un poco a verlo al no hallar respuesta en su silencio. Entonces, una de sus manos se acercó a la de José Ángel con ese mismo ímpetu de conexión. El alma andante de José Ángel se restableció.


—Qué se joda—escuchó decir a Wesley —. Qué se joda hasta la mierda. No voy a dejarte, lo juré y lo prometo.


—Pero…—José Ángel estaba a punto de dejar salir todas sus inseguridades como si se tratasen de una sarta de renacuajos vivientes.


Wesley presionó contra su mano trémula y el calor que le trasmitió viajó por sobre su piel álgida; la penetró de tal forma que hasta las vías sanguíneas de José Ángel se acuñaron a su calor corpóreo.


—No voy a dejarte—le volvió a repetir. Esa vez, su voz ya no albergaba ninguna sensación de odio, por el contrario, sus palabras se oían honestas, creíbles.


— ¿Te duele mucho? —le preguntó José Ángel, acercando una de sus manos hacia su mejilla afectada. Wesley hizo un leve gesto de dolor.


—No tanto como quisiera—le bromeó—. Ni siquiera sabe pelear. Es un bastar…—se detuvo cuando sus ojos se encontraron con los de José Ángel—. Lo siento.


Mientras las nubes dispersas, empapadas en lenguas de fuego y sangre color vino, se abrían paso en el cielo mientras que el viento soplaba con dicho frenesí contra sus pequeños corazones azules. Pronto, Wesley aclaró su garganta.


—Pero hablaba en serio cuando te dije que teníamos que largarnos de aquí.


La garganta de José Ángel vibró.


— ¿Irnos? ¿De aquí? ¿A dónde?


—A donde sea—le punteó Wesley, con toda la frescura del mundo— ¿Qué pasaría si nos vamos ahora?


— ¿Ahora?


— ¿Qué pasaría si nos despedimos de lo sano y salvo?


— ¿Te has vuelto loco?


—Quizá—acercó su mirada junto a la de José Ángel, y sus temores desfallecieron. Había olvidado qué tan enamorado estaba de su forma de observarlo, de hablarle, de sonreírle, de convencerle de hacer la mínima estupidez del mundo— ¿Qué pasaría si perdemos nuestra mente juntos?


—No podemos hacerlo—le fue sincero—. Aún somos menores de edad.


—Pronto cumpliremos la mayoría de edad. Dejemos este triste vecindario.


Los ojos color café de Wesley compenetraron los confines del alma de José Ángel, y alcanzó aquellos rincones más solitarios y olvidados por la presión del tiempo. Wesley lo abrazó con suma gentileza, y sus piezas rotas se reunieron en conjunto. Un innumerable sinfín de imágenes difuminadas, a consecuencia de su última decisión, se proyectaron en la mente de José Ángel; momentos, recuerdos, personas, palabras.

El mundo se estaba cayendo a pedazos.


—Tu juventud es mía, ¿recuerdas? —le susurró Wesley, muy cerca del oído.


Y, casi de sopetón, lo transportó a dicho momento, ahí mismo, en la cúpula de la capilla, pocos días después de haberse conocido en aquel mismo vecindario. Wesley lo había llevado hasta lo alto y le hizo prometerle ahí mismo, ante todo el mundo transitorio, que su juventud le pertenecía. Cuando José Ángel lo observó los moretones cobraron sentido, ya que, finalmente, comprendía que lo había arriesgado todo para quedarse ahí, justo a su lado.

José Ángel se humedeció los labios resecos.


— ¿Y los recuerdos que tenemos aquí? —le preguntó.


—Construiremos nuevos—le afirmó —. Lejos de aquí.


La idea embulló a José Ángel en terror, pero también en gozo, en libertad, en un nuevo comienzo. Wesley recogió sus pies y los llevó contra su pecho. Lo esperó. Lo estudió. Lo desnudó con la mirada.


— ¿Haremos maletas?


Y apenas José Ángel pronunció esas palabras, Wesley se puso de pie y le sonrió.


—Ya te estabas tardando demasiado, idiota—le bromeó.



2



— ¿El auto de tu abuelo aún funciona?


—Eso creo.


Estaban de pie, con un par de maletas sobre los hombros, frente al Chevrolet color azul marino que el abuelo de José Ángel le dejó como herencia al morir; y el cual, además, guardaba muchos más recuerdos de los que este había podido albergar en su corta vida. Se encontraba algo sucio, descuidado, y a lo mucho un poco oxidado.


— ¿Sabes manejar? —le preguntó a Wesley.


—Lo suficiente—le aseguro él. —Al menos mi padre hizo algo bueno conmigo.


José Ángel introdujo la llave en la puerta del piloto y esta hizo un ruido quejumbroso que se escuchó casi como el lamento de un gato. Ambos lanzaron las maletas en los asientos traseros del auto, como si estuvieran siendo perseguidos, y subieron juntos de un zampuzo. Wesley tomó el control del timón como si se tratase de un juguete, y José Ángel lo miré. Él le devolvió la mirada.


—No tenemos tiempo para envejecer—le dijeron sus labios.


—Cuerpo mortal…—empezó a decir José Ángel.


—… Almas eternas—terminó la oración Wesley.


Wesley, entonces, giró la llave con decisión y arrancó el motor. José Ángel alcanzó la radio y la primera estación lanzó la vieja canción “Forever Young”. El cuadro del cielo ardiendo en llamas en el caldoso atardecer los persiguió a las espaldas.



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