Indemne: libre o exento de daño.
Al anochecer, cuando las farolas se encendían, Verónica decía que había llegado el momento de ejecutar “el juego del muerto”. Ella lo disfrutaba mucho porque, por lo general, siempre ganaba. En esa ocasión, sin embargo, era mucho más que una noche para dar rienda suelta a un juego tan descabellado como el suyo. Aun así, caí en el estúpido pensamiento barato de que incluso en sus propios juegos, Verónica seguía siendo hermosa. En aquella ocasión nocturna, llevaba una chaqueta de cuero que le cubría el cuerpo y resaltaba el color de sus mejillas moldeadas y sus enormes ojos color chocolate. Tenía el corazón atascado en la garganta y cada vez era más difícil conseguir oxigenar mis pulmones alrededor de Verónica.
—Espero estés lista—se anunció, acercándose con una sonrisa victoriosa—, porque esta noche lo llevaremos a un lugar diferente.
Tuve una sensación extraña, casi agridulce. A veces era todo un desafío descubrir si Verónica estaba bromeando o hablando serio. Su mirada me estrujo el corazón.
— ¿A qué te refieres con un lugar diferente? —le indagué.
Me tomó la mano y se me heló la sangre en las venas.
—Un lugar menos indemne—dijo y me dio un tirón.
— ¿Acaso la carretera ya no es lo suficientemente riesgosa?
—Ya no—sonaba aburrida—, necesito algo más.
—Ya estás asustándome.
—Ay, vamos, no seas gallina.
No lo iba a negar. Estaba muriéndome de miedo, pero si de algo estaba convencida era de que cuando Verónica pensaba en algo desquiciado o fuera de lo común, pensaba en mí y esa sensación de presión en el pecho era capaz de esfumar cualquier sentimiento de temor que me obligara a querer alejarme de ella. Eran sus ojos, o quizá el movimiento flamante de sus cabellos, o el movimiento de sus labios cuando pronunciaba palabras que nunca antes había escuchado a alguien decir, o puede que todo se tratase de ella misma, Verónica en todo su esplendor. Esa noche deseé que me sujetara durante todo el camino.
No hablamos mucho. Bueno, a decir verdad, creo que empezaba a aburrirle mis preguntas, mis dudas y mis inseguridades. Quería demostrarle que podía contar conmigo. No quería que nadie más cruzara su mente cuando pensara en juegos, o saltos, o gritos, o quien sabe qué. Podía considerarse como un pensamiento egoísta e incluso oportunista, pero Verónica y yo era mi versión de un mismo rezo. Mientras sujetaba de mi muñeca para arrastrarme por el camino empinado, aproveché para dejarle a mi cuerpo sentir la maravilla de la textura de su carne, de su piel, la frescura con la que era capaz de regocijarme. Por alguna razón, el sonido delgado del viento y el movimiento de la copa de los árboles me advirtieron de mi distracción. Parpadeé un poco y observé a mí alrededor. Esta vez nos habíamos alejado mucho de nuestro vecindario. Inclusive el silencio sólido de las calles comenzó a preocuparme. Verónica soltó mi mano y se adelantó un poco. La seguí por detrás, casi pisándole los talones, y atravesamos una especie de arbustos verdes. Tuve que sacudirme el polvo del cuerpo, esperando no encontrar ningún insecto adherido a mi cuerpo.
—Verónica, ya dime, ¿a dónde vamos?
—Ya casi estamos…—dijo y dio un último empujoncito—, ¡aquí!
Cuando vi las vías del tren sentí un golpe seco en la boca del estómago. Hubiese deseado creer que Verónica bromeaba acerca de ello, pero la conocía lo suficiente como para caer en un pensamiento tan poco acertado como ese. Me quedé de pie detrás de ella, mientras Verónica daba unos pasitos hacia el borde del riel. El sonido vivo y las luces de la ciudad se estrellaban en el cielo nocturno y parecían querer hacernos sentir los seres más pequeños del universo. De hecho, debajo de ese mar de estrellas blancas, lo éramos. La punta de mis dedos comenzaba a congelarse.
—No hablas en serio, ¿verdad? —quebré el silencio.
Verónica me dio cara y estiró sus mejillas ruborosas.
—Nunca he estado más decidida sobre en algo en mi vida—y en el acto tiró de mi mano—. ¡Ven!
Intenté resistirme. No pude. El control que Verónica tenía sobre mi propio cuerpo no dejaba de sorprenderme. ¿Qué tan pequeña era capaz de sentirme con ella a mi lado?
—Verónica, no podemos hacer esto—intenté sonar lo más seria posible—. ¿Los rieles? ¿En serio?
Parecía no escucharme, o no querer escucharme. Su mirada estaba completamente sumida en cada uno de los detalles que componían los rieles del tren. Se aseguraba que todo estuviese donde debería de estar. No pude evitar sonreír para mis adentros acerca de esos detalles suyos que no molestaba en demostrármelos.
— ¿Tienes miedo de que vaya a ganarte? —me bromeó, sin siquiera dirigirme la mirada.
En realidad, me importaba poco el tema de quien ganaba o quien perdía. Es decir, sí, lo disfrutaba y era capaz de sentir como la vida dependía siempre de un hilo. Un hilo que colgaba en la punta de nuestros dedos. Un hilo del que podíamos ser dueños como también ajenos. Verónica no solo buscaba o ideaba “juegos” mortales para escapar de su realidad, sino que era cuidadosa y sabía cómo darle un significado, una metáfora. Me importaba ella; ella y su seguridad. Era impredecible. Jamás sabría qué haría y en qué momento lo haría. Tenía temor de que se me escapara de las manos como agua entre mis dedos.
—No es eso—continué diciéndole—. Pero, esta vez sí podríamos matarnos.
—Dios, vive un poco—arrugó el mentón y pellizcó uno de mis cachetes—. Tengo todo bajo control.
— ¿Cómo se supone que haré eso cuando quieres que ambas nos matemos sobre los rieles del tren?
Hubo silencio. Un silencio tajante. Un silencio que incluso calló a Verónica. Sus ojos cruzaron los míos y supe que me estaba hablando a través de ellos. Le quité la mirada. En el fondo deseaba convencerla de abandonar el lugar y regresar a la carretera con aquel pequeño gesto. Casi nunca le quitaba la mirada. Ella leía mis movimientos corporales. Conocía mis gesticulaciones faciales. A veces incluso llegaba a sentirme desnuda frente a ella.
—Samanta, yo…—se detuvo.
Un impulso se apoderó de mí por primera vez después de haberla conocido. Intenté caminar fuera del lugar a pasos lerdos, como si un parte de mí (aquella que no tenía miedo de lanzarse al vacío con Verónica) quisiera quedarse.
—Lo siento, pero…—apenas dije en un hilo de voz—, no puedo hacer esto.
—Entonces, te vas.
Me sentí como una vil decepción andante. Sentí que no solo estaba decepcionándome a mí misma, sino a mi oportunidad de tener algo mucho más cercano con Verónica. Pero, ¿qué había de mis propias decisiones? ¿Mis propios principios? No había nada más emocionante que lanzarme a la nada con los ojos vendados de la mano de Verónica, pero, ¿realmente era yo la que deseaba tomar aquel atrevimiento?
— ¿Qué quieres que haga?—le dije, cohibida, por debajo de mi propio caparazón.
Verónica ni siquiera empezaba a hablar, y ya sabía la palabra que sus labios iban a verbalizar.
—Quédate—me dijo, casi en un susurro de voz, un hilo tembloroso—. Samanta, eres la única persona en el mundo que no me ha juzgado por hacer este tipo de cosas. No tengo a nadie más, excepto tú.
Sus ojos brillosos encarnados en mis córneas tembleques estrujaron mi corazón. Sentí que estaba no solo traicionando lo que había confiado en mí, sino también lo nuestro, lo que sea que nos mantenía juntas. Quise arrancarme el corazón y lanzarlo por los cielos.
—Pero esto va más allá. Quizá deberíamos volver a la carretera—intenté persuadirla—. Me gusta más.
Verónica se acercó a mí sin mirarme, elevó una de sus manos y tomó mi mentón con una de sus manos. Sentí que el rostro iba a estallarme ahí mismo. Una ola de calor picosa me abarcó de pies a cabeza. No sabía qué decir ni qué hacer. Las palabras estaban atascadas en algún lugar en la superficie de mi paladar o entre los espacios reducidos de mis dientes. Verónica me azuzó a elevar la mirada hacia la suya. Lo hice con cierto detenimiento.
—Samanta, jamás haría algo que pudiera lastimarnos—el color de su voz era fina y transparente. Cualquiera podría creerle incluso con los ojos vendados—. Nunca. Sé lo que estoy haciendo. Créeme.
Contemplarla era una de mis actividades favoritas. Pero sobre todo contemplarla en aquellos escenarios que la mayoría de personas suelen ignorar en estos días. Me agradaba contemplarla debajo de la luz de la luna, o bajo la sombra flamante de la copa de un árbol, o seguir el dibujo de sus pies sobre las piedras pequeñas, o el movimiento dócil de sus manos al cubrirse de la luz del sol. Justo allí la contemplaba con una suave ráfaga de viento que le besaba el rostro; y sentí celos, sentí celos del propio aire y de la propia noche. Quería tomarla de las mejillas y reclinarme sobre ella. Quería eso y mucho más, más quizá no era el momento, la ocasión, la noche, o el día.
—Está bien—cedí—. Pero solo aceptare un round. Eso es todo.
Verónica ya estaba mostrándome dos dedos con cierto entusiasmo.
—Dos—me decía, moldeando su par de cejas delgadas—. Dos round y es todo.
Bufé el aire contenido en mis pulmones, pero fue más una expresión de alivio. Ella lo tomó como un sí. Un sí a todo. Verónica avanzó un poco hacia adelante y metió una mano a sus bolsillos. De ellos sacó la típica venda que teníamos que ponernos antes de empezar.
—Debemos apurarnos. El próximo tren debería estar llegando en cinco minutos exactamente—estiró el cuello.
— ¿Quién irá primero?
Se giró a verme y me mostró una ceja arqueada.
—Hasta la pregunta ofende—sonrió—. Yo iré primero. Después, tú.
Ella iba primero. Por supuesto; siempre iba primero.

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