Indómito: que no se puede o no se deja domar/difícil de reprimir.
Tuvo la ingeniosa idea de faltar al entrenamiento de natación los domingos por la mañana con la insistente necesidad de evitarlo. Lo que había creído en su momento fue un pequeño deslice de una casual admiración masculina, cobró mucha más fuerza, convirtiéndose así en un indómito sentimiento que no era capaz de desasir. Comenzó a preocuparle más de lo que hubiese imaginado. Incluso aun cuando no lo observaba directamente bajo los rayos caldosos del sol, sus pequeños ojos color canela se abrían paso entre el resto de la muchedumbre juvenil y correspondía al movimiento oportuno de su fino cabello liso, teñido de un blanco color nieve. ¿Por qué le llamaba tanto la atención? ¿Qué de particular tenía un muchacho de prominente altura? Pasó noches en vela pensando en la manera de mentirle a sus padres, o fingir que algo le había caído mal la noche anterior, de tal manera que no le insistiesen en asistir. En ocasiones, para no levantar más sospechas, salía de casa y merodeaba por los alrededores del club, más no ponía un pie dentro de este. De todos modos, no es que a sus padres les importara en lo absoluto. La decisión de matricularse a dichas clases de natación, desde luego, había sido únicamente suya.
Cuando el sol pegaba con fuerza y entraba con sigilo por la ventana abierta de su habitación, sabía que lo mejor que podía hacer era salir de casa. El propio calor del verano lo empujaba a la fragante sensación de engullirse bajo las refrescantes aguas cristalinas de la piscina. No estaba dispuesto a dejarse intimidar. Dejarse intimidar requería seguir una regla, y no estaba dispuesto a seguir reglas de ninguna índole. Al principio, meditó en sus opciones, movió tanto los pies que parecía que, en vez de llevar zapatos, acarreaba un par de plomos tallados a sus pies. Merodeó unos cuantos minutos en los alrededores, como ya era costumbre, y finalmente se dispuso a ingresar cuando vio que una chica de cabellos lacios y castaños se apersonaba al club, esbozando una sonrisa de oreja a oreja. Había conversado en ocasiones pasadas. Un par de intercambio de palabras. Fue su pareja de práctica en algún momento. Pensó que si se acercaba a ella, quizá sus pensamientos se acendrarían por sí solos. Era cuestión de intentar. Se sentía mal por hacer dicho uso de su persona, pero no podía permitirse seguir faltando a otra clase.
No hacía falta contemplar mucho para caer en la cuenta de su presencia. Era el más alto del grupo; eso sumado al prominente volumen de sus cabellos blancos y sus miradas furtivas de aquí y allá. Viktor intentó corresponder a sus observaciones llamativas. Por su parte, ancló sus ojos en la hermosa cabellera de la muchacha de lacios cabellos. Intentó recordar su nombre. Rebuscó en sus vagos recuerdos. Erika. Sí, su nombre era Erika. Una vez que recordó, buscó la manera de abrirse paso entre el tumulto de alumnos en traje de baño que esperaban ansiosos el inicio de una nueva clase. Viktor ya llevaba unas cuantas semanas atrasado, así que concluyó que sería la excusa perfecta para acercarse a Erika y entablar una conversación fluida. Por nada del mundo deseaba ser emparejado con aquel muchacho de blanca cabellera. ¿Quién demonios se tiñe siquiera el cabello de blanco? Cuando Viktor alcanzó a Erika la vio aparentemente acompañada por otra chica de piel bronceada. Lo primero que se le vino a la menta fue avisar de su presencia.
—Menudo calor, eh— habló, haciéndose notar.
Erika detuvo su conversación con la muchacha de al lado y le dibujó una sonrisa afable a Viktor. Este se tambaleó sobre sus pies para caer en la evidente desesperación de evitar a un muchacho que lo intimidaba demasiado. Por un momento, después de su aviso, hubo silencio. Erika le echaba un ojo de rato en rato y la tensión entre los dos era cada vez más notable. Viktor se llevó una mano a la nuca y ahí rascó, preocupado. No deseaba estropearlo desde un inicio. Si antes no se le dificultó relacionarse con Erika, ¿por qué ahora sí? Claro, había un muchacho de por medio. Viktor carraspeó un poco y meneó la cabeza.
— ¿Te importa si te acompaño? —se apresuró a preguntar.
Erika le dio la cara y estuvo a punto de responder, cuando el entrenador quebró en añicos el intento de conversación que se desarrollaba difícilmente. Toda una proeza.
—Perdón por la tardanza—se disculpó, dirigiéndose de manera presurosa hacia el reducido tumulto de adolescentes congregados en un círculo deformado—. Empezaremos con unos cuantos ejercicios de calentamiento en pareja.
A Viktor se le heló la sangre en las venas. El tumulto comenzó a murmurar por lo bajo y a moverse de manera sutil de un lugar a otro, tomando del brazo a su pareja elegida. Por un momento, Viktor intentó hacer lo mismo, aferrarse del brazo de Erika, pero, ¿qué clase de niñato hace ese tipo de tonterías? Al voltear hacia Erika, respectivamente, para preguntarle si podía hacer pareja con ella, la vio del brazo junto a la chica de piel bronceada. Erika lo miró apenada, más parecía haber tenido sus propios planes desde el principio. Las parejas se movieron en rededor. Viktor se aferró a su propio cuerpo semidesnudo y frotó por sobre su piel caldosa. El entrenador, entonces, al elevar la mirada y percatarse de que, en efecto, Viktor se había quedado sin pareja, se acercó a él a pasos lerdos, arrugando la quijada a un lado y se cruzó de brazos.
—¿Atrasado y sin pareja, Viktor?—le inquirió, serio.
Viktor empezaba a resignarse a tener que realizar los ejercicios de calentamiento con el entrenador, cuando una voz rasposa y grave se sobrepuso por encima de la suya.
—Solo atrasado, entrenador—manifestó; el vello de la nunca de Viktor se sacudió—. Yo soy su pareja.
Las mejillas de Viktor ardieron como dos antorchas vivaces. Ni siquiera el caluroso beso de sol era tan sofocante y caliente como aquel que le recorrió de pronto el cuerpo.
—Bien, entonces, a nadar—ordenó el entrenador, dándoles la espalda.
Viktor se dio la vuelta con detenimiento. El corazón le latía como martillo en el pecho. Ahí estaba, lo que tanto previó, una montaña de cabellos blancos, un par de cejas definidas y poco pobladas, una nariz aguileña y entonada, un par de labios frondosos y pequeños, y una piel tan dorada que creyó que la imponencia del sol le estaba afectando. Sin duda alguna, la presencia del muchacho acarreaba un nivel de tensión mucho más intenso que cuando lo atrapaba mirándolo a lo lejos.

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