top of page

ELUCUBRAR

Elucubrar: elaborar una divagación complicada y con apariencia de profundidad/imaginar sin fundamento.


Jacob cierra los ojos en un intento de inducirse a sí mismo a una silenciosa elucubración. Se imagina el rostro redondo y limpio de su madre mirándolo directo a los ojos. Parece que sus perlas marrones envueltas en una sábana de oscuras tonalidades desean decirle algo, pero no halla más que un sentimiento embotellado. Cree escuchar su voz en algún rincón de su mente y una delgada línea encorvada se dibuja entre la línea que separan sus labios temblorosos y resecos. Entonces, extiende los brazos de punta a punta y arrastra un poco los talones hacia el borde del acantilado. No mira hacia atrás, o siquiera se inmuta. La base de la confianza recae en el equilibrio de su espina dorsal, la figura exacta de sus brazos flácidos, la postura inerte de su cuello delgado. Una dulce ráfaga de viento le sopla la espalda y luego los cabellos castaños. Siente como si el mismo soplo de aire estuviese sosteniéndolo de una caída mortal. Piensa en su madre, en la posibilidad de un mensaje suyo. Mira el cielo de nuevo y pierde su mirada en él. Busca el color impoluto y las deformidades divinas de un algodón tan blanco como la nieve. El cielo es su madre. Allá la observa. A ella va. Jacob se duerme en un panorama negro que no le permite ver más que sus propios pensamientos cargados de recuerdos, rostros y colores fruncidos. La oleada del mar revienta en su pecho y en su corazón afligido, se le estremece la sangre en las venas. Al océano regresa.


Entonces, cuando la última ola golpea contra el arrecife, Jacob se ha abandonado en su propio cuerpo y ha perdido el peso que sobre sus músculos carga. No piensa más, no escucha más, no ve más. Retrocede, e inclina su espalda con toda la suavidad de la que es posible. Se lanza y los ojos tibios de su madre le acompaña la caída. Se imagina ser la última hoja seca de un árbol de cedro envejecido por el mal tiempo. El silbido del viento lo empuja con cierto melifluo hacia el horizonte. Sus colores se pierden con él, como se derrite el color ficticio de una pared de cemento. Cae y cae y cree que no va a tocar fondo. Hasta que un tímido golpe lo recibe por la espalda y, casi de inmediato, el arrebato de la profundidad se lo engulle. Su cuerpo navega en las profundidades mientras escucha al océano rugir de hambre. El rostro de su madre parece querer desdibujarse y su voz es casi inaudible. Le estira el brazo e intenta llamarle. Grita hacia sus adentros y se desgarra la garganta. La punta de sus dedos jamás toca la frágil sombra de colores que su madre viste por encima de una piel joven y elegante. La sonrisa de su rostro se desvanece y con ella su propia imagen. El grito se convierte en una flama de fuego que hierve en el agua.


En el acto, Jacob siente el completo abrazo de una mano desconocida que le rodea las costillas. Abre los ojos y los pulmones le arden, el cuerpo le pesa mucho más que antes. Sin tener la oportunidad de reaccionar, se ve a sí mismo viajar contra la corriente. Alguien lo sujeta por detrás y lo abraza contra su cuerpo. Jacob intenta liberarse, pero la poca fuerza que lo acompaña no coopera lo suficiente. Sin más, permite que aquellos brazos imprudentes hagan lo que tienen por hacer. Así que, cuando ve que su cabeza se eleva por encima de las aguas cristalinas, toma el control de la situación y de su propio cuerpo y nada. Tose un poco y carraspea para liberarse de cualquier ingesta de líquido marino. Escucha una voz rasposa y gruesa, pero no es capaz de distinguir muy bien lo que dice. Cree tener agua en los oídos. Todo se percibe embotellado. Abre los ojos empañados de agua y ve la figura de un muchacho, un par de brazos que se estrechan hacia él. El sonido de su voz y el movimiento de sus labios van cobrando vida, sentido. Irónico.


— ¡¿Qué crees que estás haciendo?! —le expresa, con un evidente enojo en la voz.


El muchacho se queda callado y sus cejas ondeadas reflejan una preocupación perpleja.


— ¿Estás bien? —pregunta, tragando saliva.


Por un momento, el silencio es lo único que rodea sus cuerpos agitados por encima de las aguas. Jacob lo mira a los ojos y ve en ellos su propio reflejo.


—Pensé que estabas muerto, viejo—le dice, esta vez con cierta fuerza en su entonación—. ¿Qué intentabas hacer, eh? ¿Suicidarte? ¿Eso querías?


La ira hierve en las venas de Jacob. No sabe qué debería responder. Por alguna extraña razón tiene sellado los labios, y las uñas de sus manos presionan en un puño. El corazón le retumba en el pecho tanto como le retumba a bombos la cabeza. Se siente mareado, un poco desconectado de la realidad. Comienza a decir lo primero que se le viene a la cabeza.


— ¿Qué crees que haces? —repite; presiona las palabras con rabia.


— ¿Qué crees que hago? —el muchacho se siente ofendido—. ¿Qué crees que haces tú?


— ¡Lo arruinaste todo!


El chillido retumba en su rostro. Por un momento, parece que los ojos de Jacob se quiebran y lucen llorosos; el contorno de sus párpados enrojece. Se aleja de allí, ofuscado, goteando gigantescos chorros de agua que convierten la arena dorada y caldosa por los rayos del sol en una caminito húmedo y disuelto. El muchacho, que le acaba de salvar la vida, lo contempla irse, cargando un cierto pesar en los hombros encorvados, y cae en la cuenta de que puede apreciar incluso su espina dorsal marcada al sesgo de la luz. Se ve tan delgado, tan enclenque que induce que no ha comido en días, o hasta semanas.

Jacob toma su corazón latente entre sus dedos trémulos y solloza sin restringirse. Aun cuando la sangre le hierva en la cabeza, en los ductos sanguíneos, en el mismo bombeo del corazón encogido, sabe que su madre, aun ausente, siempre le salva la vida. De cualquier forma, lo salva.






Comments


DÉJAME UN COMENTARIO

Thanks for submitting!

© 2023 by Capoverso. Proudly created with Wix.com

bottom of page