Atavismo (del lat. atavus): comportamiento que pervive ideas o formas de vida, propias de los antepasados.
Apenas puedo escuchar lo que dice el cura. Entrecierro un poco los ojos y anclo mi mirada en sus labios moviéndose a la par, brotando de sí mismo el verbo hecho carne. Por un momento, lo veo sincronizar mi nombre entre sus dientes; sin embargo, la voz de fondo no es suya, le pertenece a alguien más. Alguien que es capaz de sobreponer la sinfonía de sus cuerdas vocales por encima de la del resto del mundo, incluyendo la del sacerdote. No tengo que pensarlo dos o tres veces. La voz es de Vicente. Los domingos siempre estuvieron hechos para la iglesia, pero Vicente De la Tierra jamás estuvo hecho para los domingos en la iglesia.
Entonces, me pregunto allí mismo, entre un conjunto de voces que no soy capaz de llegar a comprender, si él cree en Dios. ¿Qué piensa al respecto? Su mente me era desconocida. Cuando no estaba prestando atención al sacerdote, trataba de encontrar la mente de Vicente. El pequeño detalle es que él nunca me permitía la entrada. Su mente era un lugar inexplorable que solo él conocía, un lugar privado, inhabitable.
—Aquiles—lo escucho susurrar.
En primera estancia, finjo no haber escuchado nada. Una pequeña gota de sudor me recorre la frente. Más es un sudor frío, una corriente de aire eléctrica que me corroe la piel. Vuelvo a escuchar mi nombre entre sus labios, esta vez mucho más meliflua y detonante que la anterior. Presiono mis dedos en un puño, y cedo. Siempre cedo. Así que me doy la vuelta con cierto detenimiento, intentando no llamar la atención del sacerdote. Y ahí está, justo detrás de mí, sonriendo de oreja a oreja. Aun cuando está a un par de centímetros, puedo percibir su fragancia exótica y exuberante. Está jugando con la punta de sus pies, tratando de alcanzar el fondo de mi asiento. No puedo evitar que mi corazón se vuelva loco. No puedo evitar que invada mi sosiego, mi silencio. Wenceslao, su mejor amigo de toda la vida, está sentado a su lado, fingiendo ser ajeno a lo que se suscita en ese momento entre los dos. Tengo la necesidad de volver a mis pensamientos. En ocasiones, no puedo evitar que me invada una ola de celos acalorados al ver a Wenceslao junto a Vicente casi todo el tiempo.
Sabía todo sobre él y lo conocía mejor que nadie como la palma de su mano. Todo lo que había anhelado saber de Vicente, Wenceslao ya lo sabía. Incluso tenía celos de que tuviera la oportunidad de pasar mucho más tiempo junto a Vicente. Si alguna vez pudiese cambiar los ojos por los suyos, lo haría. Wenceslao no sabe contemplar fijamente a alguien. Él es más de miradas y de guiños, pero no es que le importe. De todos modos, no me apena sentir celos. Los celos son una respuesta natural del ser humano. Aunque, casi numerosas veces, la abuela me había recordado que la iglesia no era lugar para albergar tales sentimientos. Ni siquiera aquellos que sentía por Vicente. Nunca tuve la mínima intención de cuestionarla. Era parte de sus atavismos.
Sacudo mis pensamientos y sigo al sacerdote mientras medita en su trono. Pronto, el aroma de Vicente se acerca un poco más, como la brisa del mar que anuncia la llegada del verano abrasador. Está en lo más recóndito de mis orificios nasales, en mis labios agrietados, en la forma en la que todo mi cuerpo fluctúa.
—Psss—me llama en voz baja.
Sé que es él. ¡Y está sentado a mi lado! De alguna manera, la persona que estaba sentada a mi lado segundos antes ha cambiado de asientos con él. La cúpula de la iglesia comienza a desmembrarse. Vicente se esfuerza por contener la sonrisa en su interior, pero la risa es algo que no puede guardar para sí mismo. El sacerdote nos ordena que nos pongamos de pie y oremos el padre nuestro. Tenemos que tomarnos de las manos. Vicente lo sabe. Yo lo sé. Toda la multitud lo sabe. Incluso Dios lo sabe.
No digo nada. En su lugar, empiezo a temblar como un alambre retorcido. Vicente estrecha su mano izquierda y espera que entrelace la mía. El suelo se mueve, presiento un mar de olas azotando a los feligreses. Las ventanas sucumben. Las paredes se desmantelan. El cuerpo entero se sacude. No lo miro a los ojos cuando finalmente decido mover los dedos. Me miro los pies en un afán por contenerme. Se desmoronan junto conmigo. Somos parte de un trozo sísmico. Alcanzo la mano de Vicente. La toca, la palpo, y la sostengo. Su piel se siente irreal, suave, como el sesgo de la luz del sol que se filtra por mi ventana en las mañanas calurosas. Es cálida, a diferencia de la mía.
— ¿Por qué tan frío? —me susurra, haciendo un mohín de burla.
Aun cuando no estoy mirando, sé que está sonriendo. Aprieta mis dedos contra los suyos y sigue rezando. Dios, es la primera vez que nos tocamos. Justo ahí, deseo que el rezo sea eterno. Deseo que el tiempo en manos divinas se apiade de mí. Deseo que mi piel no olvide la forma en que me toma. Elevo un poco más la mirada, alisando el mentón a la altura de su hombro, y la escasa luz que ingresa por la ventana de la iglesia es suficiente para que lo desfigure en una llamarada que termina desembocando en la punta de mi pecho. El corazón me golpea con fuerza e insiste en arrebatos. Quisiera cerrar los ojos, pero su presencia es imperdible.
El tiempo es algo que no me pertenece. Ni él tampoco. La oración termina. Todo el mundo hace una venia a la persona de su costado y regresa su atención al sacerdote. No para Vicente. No para mí. Parece que me cuesta soltar mi mano de la suya. Lo miro. Sus ojos castaños profundos murmuran “más fuerte”. Así que me despojo de mis temores y lo intento mucho más fuerte, y más y más y más. La misa termina. Escucho la voz rasposa de Wenceslao desde el fondo.
—Oye, idiota, ya deja de jugar. Vámonos.
Vicente me deja ir. Ya no sonríe. Se aleja de mí a trompicones y sigue a Wenceslao entre la multitud de creyentes. Me siento en la banca y espero a que la muchedumbre se retire. Espero a que el mundo deje de girar. Sabes que cuando Vicente abandona un lugar, el mundo es calma. Sabes que cuando ingresa, el mundo da vueltas. Solo él era capaz de hacerme cuestionar mis propios atavismos.

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