Bonhomía: sencillez y honradez en el carácter y en el comportamiento.
Tuve el privilegio alguna vez de contemplar el rostro pequeño y redondo del abuelo por horas, sin que a él le importara en lo absoluto. Lo contemplaba menear la cabeza al compás de Eva María, de la famosa banda Formula V, en el ambiente caldoso y sosegado de su viejo Chevrolet azul marino. Lo estudiaba tararear la canción entre dientes, con una voz diminuta y suave, a medida que se abría paso en las concurridas calles de Lima.
Eva María se fue buscando el sol en la playa…
Le prestaba mucha atención a la forma en que fumaba, pidiéndome, con evidente educación, si estaba permitido hacerlo de tal modo, ya que era consiente que no podía tolerar el rancio aroma del cigarrillo. Era respetuoso con eso. Se preocupaba, mi abuelo. Era un experto en llevar a cabo sacrificios por aquellos que amaba. Así que, por consiguiente, en un afán por contemplarlo un poquito más en el mundo de su vida anciana, le otorgaba el permiso anhelado. Entonces, lo veía tomar un cigarrillo del paquete que llevaba guardado en el bolsillo pequeño de su camisa blanca y bien planchada, se lo colocaba entre los dedos y lo encendía con una naturalidad innata. Allí estaba, con la mitad del brazo asomado a la ventana, dando toquecitos a la colilla del cigarro de rato en rato. El canto, a su vez, se reanudó de nuevo. Ya no solo éramos el abuelo y yo en el auto, sino también los pájaros en la copa de los árboles, el viento besándonos los cabellos, el sol acariciándonos la piel castaña, el resto del mundo acoplándose a la algarabía.
Sin antes que sus labios arrugados pensaran siquiera en preguntármelo, era capaz de leer en sus ojos, pequeños y profundos, la pregunta: “¿Qué tanto miras, mijo?” Y yo sabía lo que estaba pensando. El abuelo solía decirme, en nuestra repentina soledad, que poseía una curiosidad desbordante por el mundo y que era eso lo que más le agradaba de mí. Le agradaba que los niños y las niñas contemplaran, que se preguntaran sobre el sol, el cielo, las estrellas, las aves sobrevolando los cielos cenicientos, los perros sin hogar que ladraban por las calles. El abuelo fue curioso alguna vez. No obstante, tenía el pensamiento recurrente de que no éramos tan parecidos después de todo. Me hubiera gustado ser como él. Poseía esa desbordante y envidiable forma de ser encantador, reflexivo, atento y divertidísimo. ¿Yo? ¿Cómo era yo? ¿Poseía acaso una pizca de esa bonhomía que alguna vez lo constituyó?
De todos modos, el pequeño y reconfortante interior del viejo Chevrolet era uno de los pocos lugares en los que sentía que pertenecía. Una, además, de mis actividades favoritas en el mundo. Amaba contemplarlo perderse en el sinfín de canciones viejas que sonaban en la radio, o verlo saludar a toda persona que se le cruzaba en el camino con un caluroso y respetuoso: “Buenos días, señor” o “buenas tardes, señora”. Incluso, en cierta ocasión, se detuvo en un semáforo en rojo, como de costumbre, a comprarle unos cuantos caramelos a un grupo de niños sin hogar que aprovechaban el tiempo para divertirse, jugar. Era el momento en el que el corazón se me estrujaba un poco. El rostro del abuelo se transfiguraba triste, profundamente triste. Casi envuelto en un sollozo, un pesar intrascendente. El ambiente se tornaba silencioso, fijo, reflexivo.
De esa manera, el abuelo saludaba a los niños al otro lado de la calle y les hacía señas con la mano para que se acercasen. Los niños se presentaban ante él con una sonrisa tímida y callada. El abuelo compraba una cantidad regular de caramelos para que los niños tuviesen suficiente dinero para alimentar y amortiguar su hambre. Al finalizar, les peinaba el cabello con los dedos y los enviaba de regreso casa, justo a la hora de almorzar.
Me sentí entumecido, fuera de lugar. El abuelo era capaz de hacerme sentir así cuando andábamos juntos por la calle, o en cualquier momento del día. No solo quería verme disfrutar, sino también aprender. Más adelante, después de ofrecerme unos cuantos de esos caramelos que acababa de comprar, volteó la mitad de su rostro hacia mí y me dijo:
—Siéntete dichoso, hijo. Otros desearían estar en tu lugar. Aun así, son felices en su mundo roto e imperfecto.
Estudié el pensamiento en mi cabeza. La pobreza. Niños sin hogar. Hambre. Tristeza. Cigarrillos. Canciones viejas. Un Chevrolet azul marino. Tardó mucho tiempo en desvanecer su permanencia.
Finalmente, el abuelo se aclaró la garganta, se limpió las lágrimas que le chorreaban por las mejillas y encendió el coche. Mi abuelo había pasado por eso. Sabía más de la pobreza y del hambre, de lo que yo alguna vez llegaría a conocer.

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