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CATACLISMO

Cataclismo: gran catástrofe por un fenómeno natural o por la sociedad.


Acarreaba un cataclismo en la profundidad de su mirada degollada. No hablamos mucho de regreso a casa. Lo observaba detenerse durante un tiempo determinado, merodeando por los alrededores, como si no quisiera que el tiempo avance. Hacia un sol abrasador y sus rayos dorados le empapaban el cuerpo moreno. Jamás lo había sentido tan callado. La mayor parte del tiempo tenía algo que decir. No esa vez. En aquella densa oportunidad le costaba tantear las palabras entre sus dientes y empujarlas fuera de su garganta gutural. Imaginé de pronto el cuadro hostil de su casa, las habitaciones selladas en penumbras lúgubres, fantasmas del pasado que se rehusaban a abandonar un vestíbulo que mucho antes había sido engullido por la luz inconmensurable de un seno materno. Imaginé la piel enrojecida de su padre, ceño fruncido, puños arrugados, y el sonido perturbador de una voz que era capaz de rasgar el mismo cielo. Me detuve. El corazón se me encogía. Quise estrechar una de mis manos y buscar sus dedos en el aire. Recordé que casi siempre evitaba corresponderme, al menos a ojos de todo el mundo, y quizá podía causar en él más disturbio de los que cargaba en los hombros aquella tarde.


Me refugié así en todo su ser, cada mínimo detalle que lo conformaba como ser humano y ser espiritual. Toda expresión física y descomunal que reprendía. Cuando no teníamos nada que decir, hablaba con la mirada, con la contemplación. Respetaba su espacio y su urgente necesidad de estar a solas mentalmente. Me preocupaba que se aislara del mundo aun estando en el exterior. Sin embargo, era poco lo que podía hacer por él en ese momento. Así que anclé mi mirada en su piel expuesta al sol abrasador, la fragancia de sus poros abiertos, las cambiantes tonalidades de su rostro cuadrado, la exuberancia de sus cabellos castaños, como encendidos en una especie de antorcha humana. Algunas personas siguen siendo hermosas en los momentos más álgidos, pensé; Styb era uno de ellos. Viajé continuamente por la presencia prominente de su nariz aguileña, y la fina caída de sus labios pequeños. Pronto, y sin previo aviso, volteó a verme y sus ojos aporreados se encontraron con los míos. El corazón se me detuvo un poco y se me dificultó respirar. Me tomó por sorpresa. Sabía, mejor que nadie, que había dejado de insistir para detenerme en el transcurso y contemplar.


Le eché un vistazo cohibido al movimiento de mi mano cerca de la suya. Se la quedó mirando por unos largos segundos. Pensé que serían eternos. Meditaba sus posibilidades. El temor de sentirse avergonzado e intimidado por miradas extrañas lo tomaban por el cuello de la camisa. Su latido cardíaco le zumbaba en los oídos. Volvió a mirarme, como buscando una respuesta en el océano apacible de mis ojos, y no me contuve a dibujarle una débil sonrisa, una especie de aprobación. Noté duda al verlo humedecer sus labios. Parecía querer ahogar un sollozo. O simplemente estaba cansado de llevar sobre sus espaldas el peso de un cataclismo que desencadenaría en desgracia, muerte, vil destrucción. La copa de los árboles se ondeaba como hoja en una rama y fue gentil en ofrecernos sombra. El viento sopló como un susurro en mi rostro, en mi piel castaña. Entonces, me incliné un poco hacia adelante y tomé de él, de sus dedos entumecidos, de su piel tibia, de la palma de su mano sudorosa. Fue tal vez el inicio del verdadero cataclismo. El inicio de un primer contacto. El comienzo de una sinfonía hecha corazonada. La respuesta a una pregunta reservada, silenciosa.


Sujeté con fuerza, y lo miré fijo a los ojos. Él hizo lo mismo. No hubo necesidad de palabras, ni verbos hechos carne. Encontré en su mirada el temor de una guerra anunciada, el secreto a su más inquietante silencio, la perturbada presencia de una figura imponente, mucho más que solo ausencia. Apenas cuando recién me propuse a dejar que las palabras tomen forma en la punta de mis labios agrietados, el sonido quejumbroso de una locomotora interrumpió nuestra evidente tranquilidad. Su corazón saltó del susto, y arrastró consigo el mío. Me soltó la mano tan pronto como pudo, como si del mango caliente de una sartén se tratara. Lo vi girarse tembloroso, atónito. Seguí su mirada. Una humareda de polvo se elevó ante nosotros y se abrió paso a una enorme carcacha vieja de color rojo; un pick-up de antaño, que alguna vez fue hermoso. El auto se detuvo frente a nosotros y el motor dejó de andar a los pocos segundos. Styb comenzó a respirar un poco más de lo normal. Se ahogaba en sí mismo. Lo sentía. Lo percibía en él. La puerta del viejo pick-up se abrió produciendo un sonido chirriante y de él bajó una figura corpulenta, entonada.


Una vez que la nube de polvo se desvaneció del todo, encontré la mirada hostil e iracunda de su padre. Traía el cabello desaliñado, los ojos un tanto desorbitados, y el rostro caído, soñoliento. La respiración de Styb fue acrecentándose cada vez más y pensé que alcanzaría los confines del cielo. Intenté estrechar una de mis manos, pero poco pude hacer. No logré alcanzarlo. Styb estaba evitándome lo más que podía. La presencia de su padre lo obligaba a abandonarme. Pude entrever que su padre sostenía una botella de cristal en una mano y ya se tambaleaba hacia nosotros. No me moví. Aseguré los pies firmes en la tierra muerta. Aun cuando el corazón se me salía por la boca, encontré la manera de retenerlo en la cima de mi garganta. Tiré de él y lo use como escudo. Styb, por el contrario, temblaba como un perro de la calle que esperaba ser maltratado. Y tuve rabia. Tuve tanta rabia de la que se me fue posible tener. Pude elegir correr junto con Styb, pero decidí no moverme. Fue tarde para ordenarle a mis piernas enclenques que corrieran; a mis brazos que sujetaran a Styb de los suyos; a mi corazonada que intentara un último aliento.

Nada. Dejé que su padre se acercara a tambaleos hacia él e intentara capturar la atención de su mirada. ¿Fue temor o cobardía? ¿O un desencadenante de lo otro? El padre de Styb movió un poco los labios y pude oler el olor rancio a licor y cerveza.


—Sube al auto—escuché que le dijo, primero en un susurro.


Styb lo miró con fijeza, sin saber qué hacer exactamente. Tenía temor de equivocarse ante el mínimo movimiento corporal mal empleado. Sus ojos se entonaron llorosos. La luz del sol me lo restregaba en la cara. Su padre se acercó un poco y casi pegó su frente a la de Styb.


— ¡Sube al auto! —gritó esa vez.


Styb entrecerró los ojos, como temiendo un golpe anunciado y movió los pies. Pasó por mi lado sin decirme ni una sola palabra y me dio la espalda. Lo acompañé con la mirada hasta verlo subirse al coche de su padre, en el asiento del copiloto.


—Y tú…—me di la vuelta hacia su voz ronca y rasposa.


Su mirada era potente, enfebrecida, así como también melancólica y cansada. Tuve compasión de él, aun cuando no debí.


—… Aléjate de mi hijo—me señaló con un dedo.


No refuté ni protesté. Lo vi alejarse a trompicones hacia la camioneta y subirse posteriormente en ella. Intenté encontrar la mirada de Styb a través del cristal, pero este la tenía sumergida, culposa. La locomotora del auto volvió a encenderse y retrocedió el paso seguido de una nueva nube de polvo a tierra muerta. Observé a la camioneta alejarse sin una sola intención por parte de Styb de voltear a verme siquiera. El temor era a veces un sentimiento muy grande; muy grande para el pequeño corazón de Styb. Me quedé de pie por unos cuantos segundos más, hasta que la camioneta dejó de ser camioneta y se convirtió en un punto borroso a la distancia. Fue la última vez que volví a ver a Styb. Fue la última después del cataclismo de nuestro atrevimiento. El cielo lloró desde entonces.




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