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CENIT

Cenit: punto culminante o momento de apogeo de algo o alguien.


Siempre te preocupó la inestabilidad de mis emociones. Te preocupaba que pensara que sus ojos castaños se dirigían a mí y que ese guiño travieso me hablara más que sus propios labios. Te preocupaba que clamara sus pies como míos y usurpara su estancia en el mundo. Te llamaba la atención que trazara una sonrisa nerviosa en mi rostro mientras lo veía lanzar sus pertenencias junto a mí, en el pupitre. Admirabas el hecho de que contemplara con semejante sutileza la cicatriz que marcaba gran parte de su mejilla izquierda. Te preocupaba que sintiera su piel como mía o que clamara su aire como objeto de mi dominio. Te preocupaba, y te preocupaba tanto que tenías temor de llegar al cenit de la cinta.


Jamás escucho y no creo querer escuchar. Recordabas la necedad que heredé de mis propios padres y la valentía de la que me creía capaz a la hora de vivir. Sabías que no tenía ni la mínima idea, pero me dejaste seguir adelante porque comprendías que de eso estaba hecho la vida, de pequeños momentos que se viven solo una vez, como el paso de un colibrí en campos frondosos cuando se levanta la primavera.


Te quedaste observando cómo me latía el corazón fuera del pecho cuando creí que era a mí al que tomaba del brazo fuera del aula. Ahondaste en los espacios recónditos de mi mente y te empapaste de mi deseo humano. Y me acompañaste mucho más adelante, cuando creí que eran mis labios los que le preguntaban por el origen de esa llamativa cicatriz y que eran mis propios oídos los que escuchaban esa anécdota tan poco creíble, pero cuya duda decidí tragarme entera. Tuviste la necesidad de querer rodearme con los brazos, pero caíste en cuenta de que ya había quién me empapaba de añoranzas y anhelos rotos.


Poco fue el aliento que de mí engendré cuando llegó el momento que mis propios labios resecos esperaron por tanto. Fuiste testigo de la explosión de rosas rojas y el cuadro en bosquejo a mano alzada que se dibujó en mi pecho cuando creí tener su aroma tan de cerca que pensé que iba a devorarlo. Fuiste testigo de cómo creí que el aroma de cigarrillo poblaba mis fosas nasales y de pronto ¡PUM! Fue así de rápido, así de espontáneo, así de repente. Como cuando te estás quedando dormido y de pronto despiertas por la mañana con una húmeda ola de densa neblina en la mente. Sentí sus labios como míos y creí besarlo y besarlo, mientras él me besaba de vuelta y me besaba de vuelta, y mis piezas rotas encajaban de momento.


Creí ingenuamente entonces en el primer beso y cómo el maldito timbre de una escuela, que jamás había pisado en la vida, interrumpía dichoso acto de pasión. Más aún creía que incluso con los ojos cerrados era capaz de ver cómo se desprendía de la sed de mi boca y chistaba la lengua, como quejándose del mal tiempo. El hilo del tiempo comenzaba a atar cabos sueltos y supiste que no me agradaría el desenlace. Seguí creyendo porque estaba enamorado del momento, de los tallos de rosas rojas que se formaban en el trascurso de mis vías sanguíneas. Creí que eran mis ojos los que contemplaban el movimiento abismal de su cuerpo a través de las aguas cristalinas de una dichosa piscina. Su madre fue mi madre y la sentí tan distinta, tan inigualable. La confianza en su mirada penetró más que mis mismas inseguridades y me dejé guiar, como un lazarillo, como un niño que confía en la capacidad de seguridad de sus padres.


Estuve preparado para viajar en el carro de su madre y compartir un mismo secreto. No me extrañó que quisiera fumar o al menos creer que lo hacía. El momento era vívido como el sonido de su voz. Me preparé para estar a oscuras, sentado a su lado y no pensé un segundo en ti. Mi mente estaba ocupada en encontrar respuestas y en sostener su mano mientras la cinta se desprendía ante nuestros ojos. Y creí que sus labios me pertenecían cuando deseé besarlo con semejante intensidad con la que presioné mi puño en el pecho al llegar al final del camino. De hecho, jamás llegué al final; me quedé a mitad y con el corazón en la boca, en las mismas manos ajenas que anhelé fueran mías.


Pensé en ti, y la imagen de su rostro ansioso se reflejó en el mío. Pensé en ti, y la imagen de la textura de su cuerpo y el aroma afrodisiaco del perfume que marcaba su cuerpo penetró mis fosas nasales. Pensé en ti, y sentí su miedo como mío cuando percibí que algo andaba mal. Él tomó un mentón que no era mío y me susurró: “Conmigo estás a salvo”. Y quise decir: “¿Y nosotros con quién estamos a salvo?” Pero los labios que hurté jamás hablaron. Dicen que el tiempo pasa mucho más rápido cuando estás en peligro. Y no pensé en ti. Más pensé en su rostro soñoliento y sus ojos apagados cuando lo vi por el cristal de la ventana del auto. Por primera vez, no tuve control, o quizá jamás lo tuve, y no pude actuar en su lugar. La rabia dominó mis puños y mis nudillos sangraron vino. Me quedé con él, en él, y lo vi alejarse. No hice nada porque él no hizo nada y justo en ese momento deseé no ser él. Deseé ser alguien más; alguien más con la capacidad necesaria para correr, o gritar, o grabar en mi mente el número de placa. En vez de eso, lo abandoné.

Ya no deseaba estar en su lugar.


El presente tuvo mayor sentido, y sentí como un puño me agarraba el corazón y me lo arrancaba de un solo tiro. Pensé en ti, pero ya estabas dormido. Cuando las palabras se entonaban en la pantalla negra, deseé haber escuchado, pero tenía la impresión de que estaba escrito, en algún lugar, en las palmas de mis manos, o los recuerdos de mi corazón hurtado, o en las maravillas contempladas de mis ojos o la deteriorada de mi mente. Dejé de estar en él y traje a mis espaldas el dolor de su propia pérdida.






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