CENÁCULO
- Sergio Renato
- 6 mar 2022
- 5 Min. de lectura
Cenáculo (del lat. caenaculum): reunión poco numerosa de personas unidas por vínculos ideológicos o profesionales, generalmente de escritores y artistas.
Era un bar pequeño y poco concurrido. Jamás en la vida había estado en uno. Prefería el ambiente humeante de las cafeterías y sus paredes rústicas y sencillas, envuelta en una dócil melodía clásica aquí y allá, como especie de un susurro intangible. Sin embargo, esa noche de invierno, le hice caso a mis instintos y puse pie en uno de ellos. La causa: sabía que estarías ahí, como cada fin de semana, en un rincón, embelesado en una nueva obra de arte. Contemplarte a la distancia, ajeno al mundo que te bordeaba, se había convertido en una de mis actividades favoritas. Con suerte, a veces lograbas desprender toda tu atención del cuadro de pintura que te tenía enamorado y echabas un vistazo furtivo a la pequeña muchedumbre que se reunía en aquel cenáculo de preferencia. Solo entonces te apreciaba un poco más físicamente y caía en la cuenta de lo brillante que eran tus ojos observando el arte de otros. Mi corazón se encogía por escuchar tu voz, por palparte un poco más de cerca, por admirarte hacer del universo tu propia noche estrellada.
Cada sábado por la noche fue un intento fallido por acercarme. Tenía las manos tan entumecidas que un único movimiento inesperado por parte tuya tropezaba en mi torpeza. Te veía por encima del barullo y del canto de otros artistas; eras mi sinfonía predilecta. Te sentía cercano como el calor de los cuerpos humanos que se movían de un lado a otro formando un pequeño mar zigzagueante. Te añoraba como la espontánea recitación de un poeta inexperto, apenas salido del cascarón. Pero jamás me acercaba lo suficiente como para pronunciar palabra alguna. Apenas consumía una taza de café, y muchas otras veces pasaba desapercibido en los rincones de la habitación. Nadie más se interesaba siquiera en intercambiar unas cuantas palabras ocasionales. Mi mirada se hallaba anclada a la base de tu asiento y no se desprendía de ti hasta que la mayor parte de gentío comenzaba a abandonar el bar, a media noche, cuando la luna se encontraba en su punto más álgido. En cierta ocasión, agaché la mirada y escuché tu voz por primera vez. Se dirigía a mí y solo a mí.
—Hasta luego—dijiste. El corazón me estalló en el pecho y quemó incluso más que el mismo infierno. Mi rostro era antorcha viva.
La próxima noche, te encontré debajo de una réplica del cuadro de la última cena. El sesgo de la luz era tan intenso que parecía que te estabas incendiando en ella. Cautivado, apenas alcancé un lugar libre cerca de la barra. Un recital de poesía se llevaba a cabo, o eso recuerdo. Pero no había mayor atención delirante que las palabras que se hacían carne en la yema de tus dedos, sobre un lienzo enmarañado de colores hurtados del mismo cielo en sangre color vino. Esa velada no pedí café. O si alguien me preguntó, no fui capaz de escucharlo. La distancia entre los dos era cada vez mucho más escasa. La presencia flamante de tu cuero cabelludo era mucho más atrevida y delirante. El color de tu piel bronceada mucho más fina y detonante a carne viva. El movimiento de tus manos y la transfiguración de tus dedos empapados de pintura era una nueva forma que había encontrado de despertar al deseo que fluctuaba en mis paredes internas.
Hasta que, en un momento dado y repentino, escuché una voz que se interponía por encima de la algarabía artística que nos rodeaba:
—¿Qué más crees que necesita?
Parpadeé dos, y hasta tres veces seguidas. Tardé minutos en caer en la cuenta que esa misma voz rasposa, grave y cantarina era tuya. ¿Cómo no pude notarlo antes? Me reincorporé sobre mi asiento y titubeé en responderte. Había pasado cierto tiempo desde que me habías hecho tal pregunta y no estaba seguro si aún querías que te respondiese. Además, ¿qué carajos sabía yo de arte? ¿Qué pintores reconocía? ¿Qué cuadros era capaz de señalar con la sabiduría del pensamiento? ¿Una sugerencia artística? ¿A mí? Así que hice lo mejor que sabía hacer en ese tipo de situaciones.
—No lo sé. Tú eres el bendito artista aquí—te dije, trémulo.
Te vi darte la vuelta con cierto detenimiento. Se me heló la sangre en las venas. Finalmente, te tendría frente a frente. Finalmente, tendría la oportunidad de perderme en el cenáculo de tus ojos castaños, soñolientos. Y fue exactamente lo primero que encontré al darte la cara. Tus ojos. Tus benditos ojos. La seguridad con la que soltaste una risita contenida me afirmó que había logrado mi cometido: caerte bien. Era lo primordial. Me contemplaste un poco más, como no queriéndome perder de vista entre la vasta multitud, como una persona tanteando las paredes de un vestíbulo sumido en la completa oscuridad.
—Claro—me seguiste diciendo. En el acto, agregaste: — ¿De dónde has salido?
—De mi madriguera.
Te diste la vuelta, a lo tuyo, pero no perdiste el contacto conmigo.
—Sí, te entiendo. También he salido de muchas madrigueras—sonreíste. Entendiste mi humor—. Muy oscuras, para ser honestos.
No dijimos nada más en los próximos segundos. Por mi parte, no sabía qué más decir. Por más que lo intentara no tenía la capacidad de arrancar las palabras adecuadas fuera de la lengua. Tú, por otro lado, seguías inmerso en tu pequeña pintura vanguardista. Estabas enamorado del arte serio. Y yo me estaba enamorando un poquito más de ti. Qué irónico.
Al cabo de un rato, te alejaste de nuevo de la pintura y tiraste la espalda hacia atrás. Fue la primera vez que deleité tu aroma maderado en la punta de mis fosas nasales. Era incluso más afrodisiaco que el aroma del café humeante por la mañana.
—Algo le falta—estudiaste tu propia escena artística. Un movimiento de quijada y un ceño casi fruncido, empaparon tu rostro de evidente preocupación. Te giraste por completo hacia mí y agachaste la vista—. Dame tu mano.
Como si acabase de tomar el mango caliente de una sartén, encogí mi mano. Una reacción estúpida. Lo supe en el momento en el que te vi propinar una risita ahogada.
—¿Qué?
—Tranquilo. No voy a pedirte que te cases conmigo—me persuadiste, aun riéndote, burlándote—. Solo necesito tus dedos por unos segundos.
Y te los entregué. Dejé que me guiaras, como un niño guiado por el calor de su madre; o como un ciego guiado por un lazarillo. El tacto entre tu piel y la mía fue incandescente. El corazón me bailaba en el pecho y no fui consiente del movimiento de la sangre en mis ductos sanguíneos. Presioné mis dedos contra los tuyos y los vi unirse en un movimiento inusual, un movimiento al unísono de lo escultural, una interrupción en el tiempo, en el espacio, en las paredes de un vestíbulo que amenazaba con desmoronarse bajo nuestros pies. La potencia del latido de nuestro pulso cardiaco fue mutuo y compartido. Era real, era evidente. Estaba seguro de que era correspondido.
Esa noche, regresé a casa y me recosté entre las sábanas con la yema de los dedos aun teñidos de acuarelas. Enterré ambas manos en mi pecho y pensé en ti toda la madrugada. Aun en mis sueños, fui instrumento de tu cenáculo.

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