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CÁNDIDA

Cándida: ingenuo; que no tiene malicia ni doblez/simple; poco advertido.


Todo comenzó con la lluvia; una muy impetuosa. El barrio entero se empapó de ella. Gotas y gotas de aguacero rumoroso que más bien se escuchaban como lágrimas interminables en un cándido silencio. Lágrimas, pensé, lágrimas que brotaban del cielo hacia la tierra. Cuando era niño, recordé, tenía la ingenua creencia de que llovía porque Dios estaba llorando; lloraba mientras el mundo se estaba acabando, o estaba siendo destruido. Más tarde, mientras contemplaba cómo garuaba potente a través del cristal de la ventana, la abuela reafirmaba mi creencia infantil. Ella era experta en el arte de creer en Dios, en los ángeles, en los milagros. Nadie pudo alguna vez arrebatárselo.


—¿Por qué está triste?—le preguntaba.


—Por nosotros—me respondía.


—¿Por nosotros?


Ella asentía, apoyándose en las almohadas de su cama.

—Nos estamos destruyendo el uno al otro. Eso es lo que le hace sentirse triste—concluía.


Así que terminé por creerlo, ya que, ¿por qué iba a mentirme? En ese momento, se sintió bien, correcto, estable. Para ella. Para mí. Para los dos. Y, aun cuando ya no estaba allí para recordármelo, todavía lo creía. Era un pensamiento sosegado, intrascendente. Dios llorando por nosotros, para nosotros. La abuela siempre albergaba los pensamientos más fastuosos. Esa era una de las razones por las que la contemplaba demasiado.

La lluvia me recordaba también a muchas otras cosas. Por ejemplo, aquel recuerdo que se había convertido en una pesadilla recurrente, de aquella fría noche de agosto de 1980 en que mi madre entró a mi habitación y me despertó llorando inconsolable, para decirme que la abuela había muerto tras un largo y profundo sueño. Me despertaba sudoroso, con el corazón galopándome bruscamente en el pecho; los ojos húmedos, tristes, rojos. Los sueños habían desaparecido. Las paredes se habían desvanecido. La abuela se había ido.

Me sentí desnudo. Herido. Descuidado.


Desde entonces, tuve que repetirme la misma frase una y otra vez cada mañana para que la verdad no me golpeara en la cara como la densa brisa del viento matutino.


“Se ha ido, Arquímedes, se ha ido. Realmente se ha ido. No hay nada que pueda traerla de vuelta”.

Nada. Nada. Nada. ¿No había nada?

Por la mañana, mientras se aclaraba el día, miré el calendario. 8 de agosto de 1982. Dos años. Era su aniversario. Subí directamente a su dormitorio, como ya era una costumbre para mí, y entré en él sigiloso, sin que nadie se diera cuenta. Me puse de pie, allí frente a su cómoda predilecta, y me quedé contemplando al recuadro con su foto dentro. Estaba sentada al borde de su cama, con una sonrisa cándida, amable y hermosa. Así deseaba ser recordada. Siempre hermosa.

A veces, cuando me hallaba solo en casa, tomaba algunos libros de las estanterías y los leía en voz alta para romper el silencio, para lograr que su habitación empolvada cobre vida. Solo así sabría que la abuela me escucharía en cualquier rincón del vestíbulo, incluso del mundo. Era el único momento en el que mi voz crecía y crecía y me transportaba a los viejos tiempos. La abuela siempre estuvo dispuesta a escucharme, a escuchar a cualquiera.


—Vuelve a leer esa última línea—me decía. Sus ojos parecían un par de velas preciosas que eran capaz de incendiar de amor y algarabía un mundo sombrío en oscuridad.


Y yo repetía y repetía tantas veces como ella quería. Podía sentir el auge en la punta de su garganta, en su rostro moreno, en sus ojos castaños desorbitados de sosiego.


—... Y cuando los niños entraron corriendo esa tarde, encontraron al Gigante muerto bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.


—Qué hermoso— afirmaba ella—. Qué hermoso.


Y luego, se quedaba dormida, bajo el caldoso cobijo de las frazadas polutas.

Entonces, yo salía de la habitación a hurtadillas, con el tomo de libro en las manos, inundando por una desbordante sensación en el pecho. No me había dado cuenta, después de irse tras un largo y profundo sueño, de que me había heredado uno de los regalos más hermosos.

Había dado por sentado que la tendría para siempre. Estaba equivocado. Totalmente equivocado.


El fin del mundo—mi mundo—comenzó también con lluvia. Gota a gota. Caían del cielo. Dios estaba llorando.


Y yo lloraba con él.




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