Desasir (verb.): soltar, desprender lo asido/desprenderse.
Le tenía miedo a la palabra “desasir”. Pero, sobre todo, le aterraba incluso más su significado. Era un miedo que tenía sus raíces en lo más recóndito del corazón y que luego se extendía por el resto del cuerpo, como la sangre fluctuando a través de las venas, como el paso del oxígeno a través de sus orificios nasales, como el paso de la vida ante los propios ojos humanos. José María era todo lo que Salvador temía de dicha palabra. Sin embargo, esa mañana, bajo el sesgo de la luz que entraba a su habitación (que era suya y de nadie más) y descansaba en la pared a sus espaldas, Salvador contemplaba a José María en todo su esplendor, desnudo, un tanto agitado. Su corazón jamás se había sentido tan vulnerable, tan pequeño. Tampoco era capaz de dar crédito a lo que presenciaba a sus alrededores. El aroma de las sábanas, los sonidos pequeños y casi poco perceptibles, los colores nítidos y mucho más vívidos, el calor de un cuerpo tostado al sol, que respiraba pausadamente ante el más mínimo ruido molesto. Salvador no pudo evitar reírse un poco para sus adentros a medida que intentaba alisar una mano por encima del hombro desnudo de José María. Ansiaba tanto tocarlo incluso todavía más que la noche anterior. Era un privilegio que no estaba dispuesto a desperdiciar.
Por lo tanto, acercándose más hacia José María, escuchando de cerca el brote de su respiración caldosa, elevó un dedo por encima de sus lienzos rubios y peinó con tanta fragilidad que José María ni se inmutó. Salvador siguió bajando y el peso de sus dedos se hacía cada vez más presente a medida que entrelazaba el espacio entre estos mismos y el cuero cabelludo de José María. José María se movió un poco, como gruñendo, y Salvador soltó una risita contenida. Nada lo detuvo. Después de los cabellos, bajó por sobre su frente elevada y palpó la yema de sus dedos a través de las delgadas líneas invisibles que se formaban en José María solo cuando gruñía o fruncía el ceño. José María comenzó a abrir sus ojos detenidamente, despertando a una realidad mucho más acogedora, calurosa y detonante. “Ser lo primero que José María vea al despertar por la mañana”, pensó Salvador, “no es un privilegio que todos tienen”. Dios, Salvador estaba tan enamorado de ese chico que podías darte cuenta sin siquiera mirarlo a los ojos, en una habitación a solas, en silencio; el latido estridente de Salvador delataría su amor por José María.
Salvador se detuvo a pensar sí debería decir algo así como “buenos días” o “te ves hermoso durmiendo” o “tengo envidia de los rayos del sol haciéndote el amor justo ahora” o “¿qué hay de desayunar?”, así que simplemente se quedó callado, mirándolo un poco de más. José María se giró mirando al techo y elevó uno de sus brazos justo en el rostro, cubriéndose de los rayos solares que le daban en toda la cara y casi la mitad del cuerpo. Salvador aprovechó dicha escena artística y posó una de sus manos por encima del torso desnudo de José María, frotando en círculos con cierta delicadeza. El silenció engulló las paredes de la habitación y el mundo exterior parecía dormido, o expectante, a un par de jovencitos ingenuos que abrían los ojos al mañana. José María dibujó una sonrisa moldeada por debajo del brazo y río en pausas, como si tuviera hipo. Salvador sonrió junto con él y arrimó su frente al hombro de José María.
─ ¿Siempre te gusta mirar mucho?─habló José María, con voz impostada.
Salvador no le respondió. Retuvo el sonido de la voz de José María en su pecho y ahí lo aferró. Disfrutó de su forma tan ronca y rasposa de sonar en cada una de las partículas del ambiente sosegado del vestíbulo. La forma en que verbalizaba las palabras y arrastraba la última oración con los dientes, como si hablara dormido o cansado. Sus ojos se anclaron en la curva de su nariz aguileña y la suave textura de sus labios resecos. Salvador dio un hincón fugaz y besó los labios de José María. No podía evitarlo. Es decir, era José María siendo José María en todo su esplender. Era la razón de su miedo y la razón que lo sucumbía todo, hasta la propia barrera invisible que lo distanciaba de él cuando le escuchaba decir su nombre. José María apartó la mirada que tenía fundida en el techo y la depositó en Salvador, sumido en el camino de líneas invisible que trazaba la yema de sus dedos tullidos por sobre su pecho, su torso, y parte baja del estómago. Gracias a Salvador, José María había aprendido del arte de contemplar, el arte de detenerse en el ajetreo del momento y sembrar la mirada en los más insignificante. Contemplar a Salvador dibujando líneas en su cuerpo era una de ellas. Para el resto del mundo, insignificante. Para él, lo más revolucionario que un chico había hecho en su vida.
─ ¿Qué dibujas? ─le preguntó a Salvador, estirando un poco el cuello.
Salvador pensó en su respuesta. De hecho, mucho antes de que José María se lo preguntara, sabía muy bien lo que hacía, sabía muy bien lo que tenía que decir.
─A nosotros─le contestó, casi en un hilo de susurro. En ocasiones, Salvador temía que si lo decía en voz alta el mundo se encargaría de destruir todo lo hermoso que había en él.
José María estiró uno de sus brazos por detrás de la espalda de Salvador y frotó en la suavidad de su cuerpo enclenque y bronceado. Salvador, por su parte, pegó la oreja cerca del corazón de José María y lo escuchó latir. Era una de las sinfonías más hermosas que el ser humano podía disfrutar por la mañana o por la tarde o por la noche. Esa era la suya. El corazón de José María, latiendo, latiendo contra su pecho desnudo, latiendo por él y para él. Salvador sonrió con sutileza. Sus sonrisas tenían nombre y miedo.
─ ¿Qué hacíamos? ─José María se acomodó un poco en su lugar─. En el dibujo, quiero decir.
Salvador se alejó de su pecho y subió un poco hacia la altura de su rostro. Ambos se vieron a los ojos. Pero no por mucho. Por más que a Salvador le encantara el contacto visual, mirar a José María requería un nivel de sacrificio mucho más elevado que al que estaba acostumbrado. Así que solo atinó a posar la mirada en su cuello expuesto, bajo una capa de pecas diminutas que pasaban desapercibida al ojo humano. No para los ojos de Salvador.
─Estábamos recostados…─comenzó a hablar Salvador, casi entre dientes, temiendo que José María percibiera algún mal olor (si es que lo había) ─, sobre un campo, bajo una sábana de estrellas.
Salvador se detuvo y elevó la mirada de nuevo, arremetiendo contra sus propios límites impuestos. Los ojos pardos de José María (a veces castaños, a veces de un color avellana) sostuvieron su mirada cohibida, temblorosa. El corazón de Salvador se sacudió y amenazaba con salírsele del pecho. La fuerza penetrable con la que José María lo contemplaba iba más allá de sus entendimientos adolescentes. Era como si buscara en él algo que no podría encontrar en nadie más. Era como contemplar su propia versión de una sábana de estrellas. José María se acercó a Salvador y le dio un beso. Un beso simple. Un beso distinto a los tantos que Salvador deseaba amordazar. José María miró al techo y su mirada se fijó en él, en su nada, en su color completo. Salvador, seguro de que la mirada de José María ya no lo intimidaba, se lo quedó viendo, extrañado, expectante. Hubo un silencio hostil encima del mismo silencio que hace poco era regocijante. José María había dibujado una expresión áspera en su rostro, entre sus cejas finas, sus ojos pardos, su frente elevada. Tenía algo atascado en la garganta. El movimiento gutural del paso de la saliva hacia su esófago le decía algo a Salvador. Había algo que temía traspasara fuera de sus labios. Fue entonces que Salvador le tuvo más miedo. Bueno, a decir verdad, no a él, sino a lo que tenía de decir. Salvador pegó la mejilla cerca al pecho de José María y se refugió en lo que hace pocos minutos atrás había disfrutado tanto de él; el color de su piel, la textura, el aroma a seducción de sus poros abiertos.
El silencio se prolongó. Salvador se sentía dividido entre dos emociones opuestas. Por un lado, deseaba saber con demasiada urgencia lo que José María tenía en mente, lo que le costaba tanto mascar entre dientes y decirlo. Pero, por el otro, mientras más tiempo se tomaba en escucharlo decir algo, mejor disfrutaba del momento. Salvador se aferró al momento, al cuerpo desnudo de José María, como no queriendo abandonarlo. ¿Acaso querían arrebatárselo así, de la nada, de un momento a otro? ¿Quién y por qué? Salvador comenzó a trazarse sus propias líneas, sus propias preguntas sin respuestas. José María aspiro un poco y se humedeció los labios. Aun sin verlo, Salvador sabía que ya estaba decidido a hablar. Cerró los ojos.
─Me he enlistado en el ejército─soltó al fin─. Este será mi último verano aquí.
Salvador se quedó mudo, presionando los labios con tanta fuerza que parecía querer quebrarlos y quedarse sin habla por lo que le restaba de vida. En efecto, no sabía qué decir o qué hacer. Atrapó las palabras en el aire y las aferró a su pecho, intentando llevarlas de regreso a los labios de José María, de donde nunca debieron haber salido. Una burbuja de erosión se formó en la parte central del pecho de Salvador y quería romperse. Quería quebrarse justo ahí y drenar cada uno de sus paredes internas. Salvador mordió un poco su lengua para evitar emitir un sollozo. Por un momento, su mente comenzó a correr y se obligó a contemplar la posibilidad de verlo irse. El color de las paredes de la habitación comenzaba a decolorarse. Ya no tenía sentido que el sol descansara en ese lado de la cama. No tenía sentido que sus cuerpos desnudos estén así de cerca. Salvador soltó un suspiro retenido, seguido de un sonido gutural, trémulo. José María, al verlo callado y atónito, frotó uno de sus dedos por sobre los brazos de Salvador.
─Dije que me enlisté─volvió a repetir, asegurándose de ser lo más claro posible.
¿Era esto a lo que siempre le tuvo miedo? ¿Era José María o la ausencia de José María? ¿Era su compañía o el vacío sobre la cama? Quiso callarlo. Salvador quiso callarlo con el calor de sus labios y retomar las palabras entre sus dientes y hacer de ellas añicos. Si antes Salvador prefería callar y disfrutar de cada milisegundo de un momento así de íntimo, para entonces quería rasgar el mute con la propia vibración de ira que le consumía en la garganta. Salvador elevó la mirada y encontró a José María aun mirándolo. Sus ojos pardos jamás lo habían visto con tanto zozobro… hasta entonces.
─ ¿Volverás alguna vez? ─fue lo primero que Salvador le preguntó.
En algún rincón de su corazón, conservaba la esperanza de que volvería a verlo. José María regresó la mirada al techo, más su atención no se enfocaba en su color o en las pequeñas sombras deformes por el caldeado paso del sol. Su mirada parecía más sumergida en su propia mente. Salvador intentó predecir sus respuestas. Quizá. No lo sé. Puede que no. No habría razón para volver. Tal vez lo pensaría. Pero parte del temor que Salvador sentía por José María era uno de esos exactamente: su mente era difícil de predecir. Salvador bajó la mirada y buscó la mano de José María en el aire. Al sostenerla, entrelazó sus dedos con los de él y sujetó con tanta fuerza que cualquiera pensaría que deseaba morir tallado junto a él.
─Creo que ya sé qué es lo que tengo que hacer─le contestó José María, correspondiendo a su apretón de dedos.
Salvador sintió un agujero en la punta de su estómago. Lo estaba succionando hacia dentro, hacia sí mismo. Acto seguido, y sin soltar su mano, se elevó por encima de José María y lo besó, y lo besó y lo besó y no paró de besarlo. José María lo tomó por las mejillas y cada beso que le daba de regreso era incluso mucho más fuerte y profundo que el anterior. Salvador dejó de besarlo y enterró por encima de su hombro, rodeándole el cuerpo con los brazos. Sus corazones se encontraron y compartieron un latido simbólico al unísono. Una sinfonía cardiaca. José María ocultó su mirada bajo el pecho de Salvador y cerró los ojos, besándolo.
Desasir, pensó; desprenderse. El sacrificio más grande de una demostración de amor.

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