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DILUCIDAR

Dilucidar (del lat. dilucidare): aclarar y explicar un asunto, especialmente si es confuso o controvertido, para su posible resolución.


El aire se sintió como la sombra en un día caluroso. Me mantuve al margen de provocar el más minucioso ruido por temor a desquebrajar el momento sosegado que nos engullía por completo. Juan José metió las manos en los bolsillos de sus pantalones negros bien planchados y arrugó un poco los labios, por debajo de su delgado y singular bigote negro. Le quité la mirada contemplada por unos segundos y reí para mis adentros. Él, por supuesto, advirtió de mi risita ahogada en el acto y se dio la vuelta, con detenimiento, asegurándose de que lo que había escuchado no había sido producto de su imaginación. Sus ojos saltones y castaños me miraron con fijeza, mientras una curvilínea frondosa se formaba en la punta de sus labios. No me decía nada, más era evidente que nos comunicábamos sin necesidad de palabras. Nuestras gesticulaciones corporales eran un instrumento de comunicación alterno. Elevé la mirada correspondiendo a su fijeza y contemplación y, el encuentro que produjo la atmosfera del acto repentino, estrujó mi corazón.


—¿Qué la causa tanta gracia, teniente?—entonó, con voz impostada.


Mis mejillas ardieron como si hubiese frotado con ellas lo impoluto del suelo. El vórtice de mis sentimientos comenzaba a someterme a la singularidad de una experiencia carnal que buscaba desesperadamente dilucidar. De pronto, verlo de pie, justo ahí, con el sol dorado a sus espaldas, y la fragancia de un viento marino embriagador, me inducía a los escenarios más acalorados e impensados que mi propia piel deseaba ansiosa perpetrar. La sonrisa entonces se vio obstruida por el temor de mis propios pensamientos y tan solo atiné a observarlo a lo lejos, una figura entonada, rubicundo, con un tono de piel tan bronceado que era capaz de resaltar en las claridades más cegadoras. Juan José ladeó la cabeza un poco hacia el costado y cambió el peso de una de sus piernas hacia la otra, expectante.


—¿Nunca has pensado en rasurarte ese bigote?—le pregunté, haciéndole broma.


Juan José se ríe, y ni la sinfonía de Beethoven es inclusa tan prodigiosa como el soneto de su risa; delirante, cantarina, meliflua. Se había convertido en una de mis canciones favoritas. Una entonación gutural que no sería capaz de olvidar. Juan José se llevó un par de dedos por sobre su bigote bien peinado y estiró el cuello, orgulloso de sí mismo. Un autorretrato enquistado en lo recóndito del pecho, del corazón.


—¿Qué pasa? ¿Estás celoso?


Las piernas me bailaron, intentando flaquear. Detuve el peso del desbalance que las hace querer dejarme en ridículo y mantengo el equilibrio. Juan José apenas y se dio cuenta, puesto que se dio media vuelta y siguió caminando, dejándose envolver por la extensa sábana nocturna por encima de nuestras cabezas. No quise seguir diciendo más. Mientras menos habláramos, mejor. Quería disfrutar del silencio de sus alrededores, de sus gestos, de sus murmuraciones entre dientes. Quería sentirme, sin embargo, abarrotado por el ruido de su presencia intrascendente, el viaje en el altamar de sus cabellos negros y voluminosos, el contorno de sus mejillas ruborizadas, el cambio de piel humeante entre sus labios carnosos, el movimiento transparente de sus manos pequeñas, la manera tan calmada de moverse de un lado a otro como si el mundo no se fuese a acabar.


Finalmente, interrumpió mis contemplaciones secretas cuando lo vi ondearme un brazo en el aire, señalándome que había encontrado un espacio disponible en el campo. Me acerqué a él tan seguro y confiado como de costumbre. ¿Se había dado cuenta alguna vez? Y de ser así, ¿habrá callado? ¿Le habrá importado? La duda es como una navaja reluciente en la garganta. Para cuando lo alcancé, Juan José ya se había recostado en el campo, apoyando el peso de su cabeza sobre sus brazos. Hice lo mismo que él y me recosté a su lado, divididos por unos miserables centímetros de diferencia. Justo entonces, me pregunté de lo enorme que era el cielo por encima de nosotros y qué tan pequeños y singulares éramos debajo de él. No me permití tener miedo. Aun cuando el corazón me latía más de lo normal, guardé compostura. Es lo primero que debías aprender desde el primer día que postulabas a la Marina de Guerra.


Durante los próximos minutos, Juan José me habló de mucho y de poco a la vez. Creía conocerlo como la palma de mi mano. Cada palabra que advertía saldría de su boca, yo ya la sabía. Hablaba casi siempre de lo mismo. Habló de la última carta que le había enviado a Esmeralda, su esposa, y de qué tan adolescente se había sentido escribiéndole esas ridículas líneas de amor. No pude evitar sentir una llamarada de fuego en el estómago. Apreté contra mi propio cuerpo, y cerré los ojos también. Quería que la única imagen sea la suya, la de sus labios moviéndose frente a mí, la de su voz galopando en mi pecho tullido. Me habló de lo mucho que la extrañaba y de lo ansiosa que estaba por comenzar una familia junto a ella; me habló de tener hijos, y un nudo se engendró en mi garganta. No lo interrumpí. ¿Cómo tendría acaso el valor de frenarlo? Si escucharlo era uno de los placeres que casi pocos no poseen. Era posible que todos poseyeran la habilidad de escucharlo. Pero nadie más poseía la habilidad de ponerle atención.


Se detuvo por sí mismo luego de largos pensamientos reflexivos, y me cedió la palabra. A decir verdad, poco tenía que decir. ¿Y tus sueños?, me preguntó. ¿Mis sueños? Me gustaría algún día llegar a ser un actor. Eso lo hizo reír. Pero lo hizo reír de verdad, como si le acabara de contar un chiste de muy mal gusto. ¿Cómo un teniente de marina podría siquiera pensar en llegar a ser un acto?


—¿Qué tiene de malo?—le pregunté, sin poder aguantar la risa— Tú eres el del bigote y yo el actor.


Ambos nos reímos. No obstante, mi risa fue opacada por la suya. Siempre era opacada por la suya. Y yo lo dejaba, así como dejaba que los latidos de su corazón sean mucho más fuertes que los míos. Poco me importaba. Era el sacrificio que estaba dispuesto a pagar. Sin que se diera cuenta, entreabrí un poco los ojos y me di el privilegio de contemplarlo bajo la indomable luz de la luna. Viajé la mirada por su rostro cuadrado, el movimiento ululante de sus cabellos densos, la sonrisa fragante que aún relucía su rostro. Y así, repentinamente y por primera vez, me dice algo en voz alta, fuerte y claro.


—José Ángel Laguerre—dice—, dame la mano.


Pude sentir, sin siquiera tocarnos, que extendía uno de sus brazos con detenimiento, como si estuviera palpando el pasto, camino al enlace entre sus dedos y los míos. Quise abrir los ojos y preguntarle si hablaba en serio. Pero tan solo en meditar en la posibilidad de aquel atrevimiento, sabía que lo echaría todo a perder. Me detuve. Detuve mis pensamientos aleatorios, mis inseguridades, el movimiento tembleque de mi cuerpo. En el transcurso del siguiente segundo, contemplé mi completa existencia poco antes de estrechar también mi mano y buscar la suya en el aire, en la oscuridad de la noche, en un vestíbulo plagado por la oscuridad de los alrededores. Una vez que sus dedos se encontraron con los míos, no me dejó tiempo de reaccionar a la calidez de su carne y la singularidad de la palma de su mano, y presionó con fuerza, como si estuviese aferrándose a mi alma y yo a la suya.


Ni dijimos nada. A ese punto, las palabras eran innecesarias. La tensión de mi cuerpo fue diluyéndose como el golpe de calor que de pronto me asaltó. Todo lo que convoqué después fue seguridad, dominio, una fragancia placentera. Sostuve su mano el tiempo necesario como para inducirme y entregarme a una manifestación de cansancio propia del cuerpo. El peso de mis huesos comenzó a abandonarme y no me preocupé de la noche, o de sus pensamientos, o de sus dudas y de las mías, o de todo aquello que no constituía como humanos. Seguramente, desde el otro lado del campo, sus sueños le decían otra cosa. Quizá poseía la habilidad de filtrarme también en sus sueños y ser de él. Me deslindé de la carga sobre mis hombros y me dejé seducir por el sonido apacible de su corazón. Me dormí con su nombre entre mis labios.







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