top of page

EMBELESAR

Embelesar: arrebatar o cautivar los sentidos.


Lo miro embelesado, moviéndose a través del sesgo de la luz del sol: imperfecto, radiante, impoluto. Gadiel está sentado a la orilla de la piscina, remojando los pies en el agua, mientras el mundo gira a su alrededor y no parece querer detenerse. Pronto, entre aquella insaciable admiración, me viene a la cabeza un pensamiento tonto; un pensamiento tonto que acredita que él es el centro del universo, ya que cualquiera es capaz de seguirlo a donde quiera que vaya, sobre todo las chicas. Tan solo necesito contemplar la fragancia exuberante de su piel desnuda al sol para recordarme a mí mismo que el verano llega impuesto, y que todo lo que me rodea se siente irreal, intangible, calurosamente trascendental.

Me doy la descarada autorización de contemplarlo un poco más y, en el camino de su carne, mi mirada se encuentra con el pequeño lunar negro que sobresale por el lado derecho de su nuca, como echando un vistazo furtivo hacia mi dirección. De hecho, es como si me parpadeara, o algo así. No sé si todo aquello es producto de mi propia imaginación genuina o el sol me está tomando el pelo. Pienso entonces en lo perfecto que puede llegar a ser el cuerpo humano y lo imperfecto que es el ser humano. Es como si la distancia entre nosotros se redujera por la fuerza del pensamiento y pudiera rozarle con la yema de los dedos trémulos el pequeño lunar que busca esconderse bajo el impecable beso dorado del sol. ¿Qué significado tiene para ti? ¿A quién se lo heredaste? ¿Eres consciente de tu belleza?

No creo que tenga todas las respuestas. Y yo, de todos modos, no creo que posea todas las agallas para preguntárselas. Sin embargo, sucede; como cuando te estás quedando dormido después de cargar con el peso de la vida sobre tus hombros y una sacudida te despierta, te absorta de regreso a la realidad. Es así que Gadiel grita mi nombre, y mi nombre en sus labios, en su garganta, en sus cuerdas vocales, se escucha tan conmovedor, tan meliflua y tan gutural que siento que casi la está cantando.


Vicente.

Vicente.

Vicente.


Dejo de contemplar, y parpadeo cuatro veces seguidas. Gadiel se ha dado la vuelta y me observa justo ahí, en un rincón, apartado del resto del mundo. Me analiza con cierta profundidad con ese par de grandes ojos marrón oscuro, mientras sus labios pequeños dibujan una curvilínea elegante entre ellos.


—Vicente—repite, como riéndose—, ven.


Me detengo, no para mirar, sino para pensar. Lo veo airear uno de sus brazos hacia mí. El corazón comienza a latirme con fuerza contra mi pecho, como cuando escucho una canción viejita, o cuando nado entre las páginas amarillas de un libro antiguo, o cuando acompaño al abuelo por las tardes a ver una película en blanco y negro, o incluso cuando contemplo un cuadro en la pared reacia de una habitación cualquiera; un huracán de olas ancianas.

De algún modo, consigo despegar los pies del suelo y me dirijo a la pequeña porción de espacio que Gadiel ha hecho suya, caminando como si fuese un alambre retorcido. Me siento a su lado con urgencia y el suelo comienza a dar vueltas y vueltas y vueltas. No se detiene. Dios, quiero que se detenga.

Una vez que estamos lado a lado, hombro a hombro, no decimos nada. Así que contemplo, porque es lo único que sé hacer bien. Él, por su lado, tampoco es consciente de que lo estoy contemplando ser. No es consciente de que mi corazón danza al compás de los latidos del suyo mismo. No es consciente de que los finos rayos del sol le palpan la piel desnuda por encima y golpea su rostro tallado con cierta suavidad. No es consciente de que él mismo es un pedazo de retrato hablado. No es consciente de una infinidad de puntuaciones que no puedo seguir enumerando. Pero, él dice que es capaz de notarlo.


—Miras demasiado, eh—bromea— ¡Vamos! ¡Quítate los zapatos!


¡Y yo, increíblemente, me veo quitándomelos! ¡Yo! ¡Vicente! ¡Quitándome los zapatos! Mierda. No parece importar. No parece ser un bendito problema. Así que, con el alma casi desnuda, hundo uno de mis pies, primero el izquierdo y luego el derecho, en el agua, y siento su refrescante suavidad líquida, su transparencia, su profundidad. Observo mi reflejo deforme a través de las aguas. Nada se compara a la belleza de Gadiel. Él ilumina el mundo. Yo provoco que se cierne en lo sombrío y la oscuridad, ¿no es así?


—No es así—me contestaba él.


Y yo le creía, porque luego añadía:


—La luz que emite cada persona es diferente, pero eso no quiere decir que su luz no es capaz de iluminar el resto del mundo.


Y la sonrisa le seguía, y se escuchaba como un trueno quebrando el cielo en el horizonte cargado de nubes densas. Jamás pensé que podría ser así de profundo. Tal vez nunca llegaría a conocerlo lo suficiente. Y es que en realidad uno nunca llega a conocer a nadie tanto como desearía. Algunas personas quieren seguir siendo un misterio, incluso para sí mismos.

Había llegado a la conclusión temprana de que me gustaba estar cerca de Gadiel sin pronunciar palabra alguna. A él no le importaba. A mí sí, un poco. ¿Qué se supone que debemos hacer si no es hablar? En ese momento, un grupo de chicas en bikinis apretujados interrumpe mis pensamientos absortos y nada cerca de nosotros. Gadiel empieza a hacerles bromas sin sentido. Las chicas se ríen de él intentando seguirle el juego, o simplemente sonríen para sí mismas, coqueteándole un poco. Entonces, cuando Gadiel se da cuenta de que ha fallado en su misión de llamar su atención, empieza a chapotear en el agua con la punta de sus pies como si fuera un niño. Primero, con cierta lentitud; luego, mucho más rápido. Una de las chicas, la de cabello castaño y piel bronceada, bajo un bikini rojo oscuro y llamativo, le pide que pare. Las otras dos se alejan de nuestro lado mascullando palabras soeces tales como mierda, o idiota, o imbécil; siempre con una sonrisa entre dientes.


Gadiel solo se ríe y se ríe, y el mundo entero se ríe con él, incluyendo a los pájaros en la copa de los árboles. Su risa es como una canción que jamás me cansaría de escuchar. Es una de mis canciones favoritas del verano. Él no es consciente, pero se da cuenta. Y yo me quedo mirando; un par de bermudas con flores rojas estampadas, una camisa verde que dice Peace out, un diminuto collar de metal pegado al pecho, él en su conjunto.

Ha dejado de chapotear con los pies. Ahora solo se balancea con sosiego. Airea sus pies en el agua, y yo hago lo mismo. Suelo tener miedo de que la gente me mire los pies, pero no Gadiel. Su mirada es apasionada, interesante, profunda. No juzga. Se siente seguro. No por mucho tiempo, claro. De repente, me mira fijamente a los ojos. ¡Realmente me mira a los ojos! Y su mirada es muy distinta de lo que pensé que sería. ¿Lo ves? Ni siquiera sabía que era capaz de mirar con fijeza, pero lo hace; estaba equivocado. No sé con exactitud qué es lo que realmente mira, más ve algo. Llego a pensar que me está estudiando, no como un libro de ciencias o de matemáticas, sino como un rompecabezas con las piezas atrofiadas. O como las últimas hojas secas de un otoño que ha terminado.


Y cuando nuestros ojos finalmente se encuentran en el apogeo, siento fuego dentro de mi pecho. Y se me ocurre que el fuego es hermoso, que el verano es hermoso, que el agua es hermosa. Se me ocurre que somos hermosos. Sus ojos provocan una alteración singular en el mundo. Sus ojos sacuden todo el cielo sobre nosotros. Soy consiente cuando mis labios se mueven. Me detengo a creer que quizá no son mis labios, que quizá no es mi voz. Sin embargo, se convierte en mi voz, y encuentra una forma de hacerse escuchar. No puedo contenerla.


—Gadiel —digo —, necesito decirte algo.


Se produce el silencio. O al menos percibo el silencio. Gadiel no dice una palabra. Sólo espera por mí, por mis labios, que milagrosamente se han movido.

Sus ojos me dicen: ¿Qué es?

El sol me dice: ¿Qué es?

El agua me dice: ¿Qué es?

No me doy cuenta de que sus pies están alcanzando lentamente los míos. No me doy cuenta de que su mano se mueve hacia la mía en el borde de la piscina. No me doy cuenta del entorno. Él sí. Por supuesto que lo hace. Así que lo dejo salir. Se me escapa de la boca.


—Te quiero, Gadiel Linares.


Se queda mirando y dibuja un signo de interrogación en su rostro. Quiero esconderme.


—¿Vicente?—pregunta.


Pero no veo que sus labios se muevan.


—¿Qué has dicho?—oigo.


Aun así, sus labios no se mueven.

¿Qué has dicho?

¿Qué has dicho?

¿Qué has dicho?


Por primera vez no soy consciente de que todo lo que me rodea se hace añicos. La gente. El sol. El cielo azul oscuro. El agua. El calor del verano. Las canciones antiguas. Gadiel. Sus ojos. Su sonrisa. Las chicas de bikini apretujado con las que había coqueteado. Todo. Todo comienza a desgarrarse. Incluso yo. Y lo repito un millón de veces esperando poder llegar a él.


—Te amo, Gadiel. Te amo.


Él no escucha. No existe. No está ahí. No es consciente. Yo tampoco. Ya no miro. Ya no se da cuenta. Simplemente desaparece. Todo se vuelve negro.



Comments


DÉJAME UN COMENTARIO

Thanks for submitting!

© 2023 by Capoverso. Proudly created with Wix.com

bottom of page