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EPITAFIO

Epitafio: inscripción que se pone sobre un sepulcro o en la lápida o lámina, colocada junto al enterramiento.


Recuerdo haber estado en muchos funerales, los suficientes como para reconocer a qué se siente la muerte, el fin de la vida carnal. Llevo incrustado en las raíces familiares el pesar de una habitación cargada de sentimientos melancólicos que se palpan como el sabor de una derrota. Recuerdos de la infancia, más que nada, visitas, rostros cercanos, tazas de café ahumado, de pláticas por lo bajo, de reconocibles epitafios grises y un dolor banal que ni el mismo Dios era capaz de dar consuelo. Poco recuerdo nombres, pero quizá sí uno que otro rostro apagado a la luz del día que apenas se filtraba en el vestíbulo. Recuerdo hogares remotos que se convertían en un mismo cementerio de pulcra sepultura e imágenes de paredes que sostenían la carga emocional de los asistentes.


He estado en muchos funerales, pero nadie nunca me habló de la muerte. Siempre la percibí como algo externo, ajeno a mí; una extraña casualidad para unos cuantos desafortunados. Escuché lamentos, y fui testigo de llantos a quebrar, pero nunca entendí del todo el dolor de la pérdida. Era un invitado que presenciaba la desazón de la ausencia. Sin embargo, jamás sentí el tirón del puño que te atraviesa el corazón y te deja al borde de la inexistencia. Fue casi como una tradición. Un ir y venir. La muerte esperaba mi presencia en el momento menos inesperado. Entonces éramos mi madre y yo, de la mano, camino a un espacio cerrado que casi ni recordaba haber transitado. Supe entonces, desde niño, a qué sabía la muerte, a qué se sentía, a qué se parecía, en qué idioma hablaba, pero nunca, nunca la entendí. “A la muerte no se necesita que se le entienda”, habré escuchado a mi abuelo decir alguna vez.


Lo cierto es que entendí su misterio un 8 de agosto. O quizá un poco más tarde, un 15 de abril, cuando fui yo el testigo de las pérdidas más lamentables de mi vida adolescente. Aquella vez no era yo el invitado, más sí uno de los anfitriones. El sabor de la muerte caía del techo, el congojo iba a mis hombros, el color claudicaba en los rincones, el idioma de su manifestación era mi rostro vivo. Me atrevería a decir que he estado rodeado de muerte y de pérdida. Conozco el escenario y a los personajes. Siempre el mismo libreto, siempre el mismo dolor. No hay pintura, ni cielo que se limite con la tierra, ni rosas rojas que florezcan en el jardín de los muertos. Es casi sólida, como el porvenir de la álgida noche. Puede que sepa de la muerte, más nunca sabré ni el día, ni la hora, ni el mes, ni el año. De hecho, casi nadie lo sabe.


Tal vez siga siendo un invitado por el resto de la vida, o yo mismo el anfitrión. La vida nunca se acaba así como la muerte tampoco. Ambas están al borde del círculo, cumplen el ciclo. Los humanos giran alrededor. Las paredes cambian, los rostros sucumben y los nombres se olvidan. Hoy eres invitado o anfitrión, pero en algún futuro cercano dejarás de ser ambos. El funeral será mío, o el tuyo. Aun cuando descanse sobre la escasa cavidad de un ataúd, jamás se entenderá a la muerte; no obstante, seguirán los funerales. Comprenderás que quizá no se necesita que se le entienda, más sí que se hable de ella.



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