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ESTELAR

Estelar: perteneciente o relativo a las estrellas/extraordinario.


Tengo un nudo en el estómago. No solo se debe al hecho de que he estado bebiendo vaso tras vaso de cerveza desde que llegamos aquí, sino también que esté recostado en un campo, debajo de una noche estelar, entre Steven y una chica nueva, de piel bronceada y cuello extremadamente delgado. La tensión me recorre el pecho y ahí se produce un retorcijo que me quita el aire. Steven no dice mucho a mi lado; por su parte, detiene la mirada en el confín del firmamento y busca algo, inesperado, fuera de lo común. Para alejarme de la mirada acosadora de esta nueva chica a la que nadie pidió que se recueste justo a mi mano derecha, elevo el mentón por debajo del rostro de Steven y me quedo viéndolo. Poco después, se ríe y me lanza un pequeño manotazo que termina frotando la punta de mi nariz aguileña. Me siento incómodo. No solo es el nudo en el estómago ahora, también lo es el ambiente jocoso y la leve tensión que fluctúa fuera de mis poros. Quiero evitar que se propague hacia el resto de mis amigos, que parecen estar pasándola muy bien con las otras cuatro chicas, y que resulte ser un mal trago para todos nosotros. Sus ojos pardos se anclan en mi par de labios resecos e intuyo que quiere algo, desea besarlos. El labio inferior me tiembla y dejo en evidencia ante sus ojos que estoy nervioso. Ella vuelve a recostarse y extiende los brazos, como si estuviese en la arena o la nieve.


Horas antes de que Brian tuviese la brillante idea de planear una fogata fallida para Norma y el resto de sus cuatro amigas: Johanna, Susie, Margaret y la chica de piel bronceada, cuyo nombre no me preocupé en preguntar, ya merodeaba por ahí. Una pequeña ola de calor incómodo me golpeó el rostro. Estaba seguro de que deseaba acercarse a mí, conversar, entablar alguna especie de conexión. Steven me daba leves codazos en el estómago y deseé en ese momento que dejara de hacerlo porque eso solo me ponía mucho más en evidencia. De hecho, todo lo que dijeran e hicieran me ponía en evidencia. No me alejé de Steven por nada del mundo. Estuve pisándole los talones cada cinco minutos, incluso aun cuando esa tal Susie se puso a coquetearle con el volumen de sus bustos. Lo bueno de Steven es que muy difícilmente cae por cualquier chica. Sé de sus gustos y él sabe de los míos. Para empezar, sabe que no debería estar aquí. No le molesta que lo siga como perrito faldero. Por el contrario, parece que entiende mis gesticulaciones ofuscadas e incómodas. Fue el primero en dejar de darme codazos cuando vio las señales en mi rostro.


— ¿No te gusta esto, verdad? —escucho su voz fina, profunda. Al principio, no me doy cuenta de que ya no estoy escarbando en los confines de la sábana de estrellas, sino que ella está quebrando la privacidad de mi silencio.


Me giro un poco hacia ella para encontrarla apoyando el peso de su cuerpo sobre su codo. Steven, a mi mano izquierda, se ha sumido en una conversación amena con esa tal Susie.


— ¿A ti te gusta? —le pregunto, intentando ser amable.


— ¿A qué chica en el mundo no le gustaría recostarse en el campo y contemplar ese hermoso mar de estrellas? —me remarca, como si fuera lo más obvio del mundo.


—A mi hermana no.


Intento ser gracioso porque no sé qué debería decir en este tipo de circunstancias. Ella me dirige la mirada de nuevo y frunce el ceño, y a su vez suelta una risita ahogada.


—Apuesto que es única en su especie—me dice, mostrándose una sonrisa teñida en un rojo color carmín que resalta el color de su piel, de sus ojos pardos.


Aprovecho el no saber qué decir y me giro hacia Steven para buscar en él refugio, pero está tan sumido en una conversación que apenas alcanzo a escuchar que eso es motivo para que mi acompañante del lado derecho me estire un brazo.


— ¿Quieres un poco? —me muestra su mano repleta de malvaviscos.


—No, estoy bien, gracias. Soy alérgico al malvavisco—miento.


Es un desastre. Estoy siendo un desastre. No es que no me guste la chica. Es decir, tiene muy buena pinta. Cabello castaño corto hasta la nuca, un par de ojos redondos y saltones, una nariz tan parecida a la mía que juraría que han sido hechas a imagen y semejanza, un par de labios voluminosos y un cuerpo quizá envidiable. Sin mencionar que, por encima de la oreja izquierda, lleva puesto un piercing en forma de media luna. No quiero ser grosero. Lo juro. Intento lo mejor que puedo. Más algo me repela. Un campo electromagnético que únicamente me aleja de ella. Me siento más seguro con mis amigos. Me pongo de pie en el acto intentando no ser hostil.


—Iré por un poco de cerveza—le digo.


Y eso hago. Tomo cerveza tras cerveza hasta que el nudo en mi estómago se diluye. Hasta que el suelo bajo mis pies deja de sentirse rocoso y áspero. Hasta que la sábana oscura del cielo nocturno no es más que una pintura colgada en un museo de arte. No estoy ebrio. Tampoco estoy sobrio. Cuando regreso a mi lugar, que ni Steven ni la chica del bronceado han usurpado, me recuesto en el espacio entre que queda entre los dos. Steven regresa toda su atención al cielo y se lleva ambos brazos por detrás de su cabeza. Me acerco un poco más a él.


— ¿Sabes qué constelación es esa de allá? —me pregunta, señalando con el dedo Dios sabe dónde. El cielo se mueve de aquí y allá.


—Casiopea—tercia la voz a mi derecha, como si estuviese en algún tipo de concurso.


—Y esa otra de allá…


—Libra—asegura; luego estira su mano al cielo también—, y esa de allá es Escorpio.


¿Cómo es que pueden ver tantas constelaciones? ¿Me estoy perdiendo de algo? ¿Acaso están utilizando un telescopio invisible entre ellos dos? ¿Uno que no quieren compartir conmigo? Ruedo los ojos y hundo mi cuello en mis hombros.


—Eres innata—le celebra Steven.


—Gracias. Es culpa de mi padre.


—En mi caso es culpa de…—Steve hace una mueca para detenerse, luego sigue—: ah, espera, no hay nadie a quien culpar.


Ambos se ríen. Se ríen realmente. Soy una pared invisible entre los dos. Un objeto inanimado. Lo peor que podía pasar era esto, que Steven encuentra a alguien (¡una chica!) que guste de lo mismo que él gusta: la astronomía. Me siento como un total fracaso. No solo pierdo la atención del resto de mis colegas, sino también el de Steven ahora. Espera, ¿acaso son celos? Bueno, de hecho, sí, celos de amigos. Eso es. Al cabo de un rato, ella está apoyando de nuevo el peso de su cuerpo sobre su codo, mirando por encima de mí a Steven.


— ¿Cuál es tu favorita? —le pregunta, moldeando las mejillas.


Steven se lo piensa. Nunca antes me había interesado por saberlo también.


—Géminis—dice, con seguridad, con orgullo—. Dos caras. Dos cuerpos. Los mellizos. ¿Y el tuyo?


El rostro de la chica se ilumina de tal manera que parece que va a incendiarse.


—Definitivamente, Andrómeda—alega, la emoción en su pronunciamiento—. De ahí es de donde viene mi nombre.


Así que se llama Andrómeda, como la constelación. Debo admitir que, más allá del par de ojos pardos acosadores y la escasa privacidad de espacio, aquel detalle me ha cautivado.


— ¿Te llamas Andrómeda? —Steven no puede salir de su asombro.


— ¡Sí!


— ¡Alucinante!


La distancia con la que percibo el perfume a pétalo de rosas de Andrómeda se acorta, así como también su respiración pausada y la presencia de su cuerpo. Me acerco detenidamente hacia Steven, un poco más, solo un poco más. Nadie lo nota. Ni ella, ni él, ni la copa de los árboles, ni la luna.


—No sabía que te gustaba tanto esto—le dice Andrómeda a Steve, contemplándolo con la misma intensidad con la que contempla el campo de estrellas por encima de nosotros.


—Muchas chicas me dicen eso todo el tiempo—Steven se escucha confiado.


—Apuesto a que sí.


Minutos después ya no hay más que decir. Ya no los escucho intercambiar pensamientos o datos de índole astronómica. Ya no atrapo a Andrómeda anclándole los ojos a Steven mientras este sobrevuela entre las nubes dispersas. Ya no escucho más que el sonido de una ciudad dormida. Todos los demás están apegados entre sí. El frío los obliga a buscar refugia entre sus pieles. Así que, sin más preámbulos y sin importarme en lo más mínimo, me acurruco debajo del brazo de Steven y elevo uno de mis brazos por encima de su pecho. Cierro los ojos y dejo que parte de mi imaginación juegue un poco. Seguramente Andrómeda frunce el ceño sobre ese par de finas colinas. Puedo ver que se ha quedado sin recursos y no le queda de otra más que recostarse en una posición que se le acomode.


Steven no se inmuta en lo absoluto cuando me ve aferrado a él, agotado, oliendo quizá a cerveza. Percibo su brazo derecho dándome asilo, por sobre mi espalda se acomoda y me apega hacia él. El aroma a coco tropical que Steven despide de su cuerpo, de su piel, de sus prendas de vestir me embriaga hasta el cerebro. Aquella posición se me hace tan cómoda que el peso de mis huesos sobre mi cuerpo no duda en dejarse caer. No hay nada en el mundo que intercambiaría por un regocijo así de mis amigos.

Los parpados pesan.



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