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FENECER

Fenecer: dicho de una cosa; acabarse, terminarse o tener fin/morir.


Siempre que me encuentro de pie, en medio de la calle, está garuando. Aliso un poco el mentón hacia la oscura infinita del cielo y cierro los ojos. Gotea, y gotea, y gotea; empapan un rostro salado, pálido y sollozante. Recuerdo el humo humeante a cigarrillo invadiendo la quietud de la atmosfera del coche y el movimiento andante de sus dedos arrugados. Una viejecita canción ochentera se interpone en los recuerdos, una memoria absorta en el pasado. Son palabras que, de pronto, sobrevuelan los cielos y el cristal de la ventana del auto se empapa de lágrimas divinas. Dios está llorando, decía la abuela; y sus ojos pequeños y apagados se incrustaban en el espejo retrovisor, contemplándome atenta, inocente, ajena a toda crueldad externa.


Recuerdo; sí, recuerdo el sonido de la garúa convirtiéndose en lluvia torrente, golpeando un poco más deprisa el techo del auto y la maletera. Mis párpados pesaban mucho más que mis huesos y el propio cansancio infantil de mis hombros enclenques. El cuadro inminente de un cielo teñido de nubes dispersas que se negaba a romperse desde adentro; una marea infinita de paraguas teñidos en vividos colores nacientes, aquí y allá.


Recuerdo mi frente frondosa pegada al cristal y la profundidad de mis ojos sumergidos en el tintineo galopante de las gotas. Cuando yo nací, el cielo llovió; eso dijo mi abuelo. Quizá por tan descabellada razón amaba incontrolablemente la lluvia. Quizá por eso regreso al pavimento bajo la sábana nocturna, ladeando la frente hacia el cielo. Quizá deseo que Dios llore por mí. Quizá tan solo deseo volver a la existencia de la tormenta. Quizá, tan solo quizá.


Mi mano no se detuvo y bajé el cristal de la ventana. La estreché por fuera, y dejé que golpee el viento a contracorriente. Mis dedos caldosos no dejaron de danzar, de entonarse en círculos, de dibujar las alas de un ave, de viajar a la misma velocidad de la naturaleza. Escuché la advertencia intranquila de la abuela y el consentimiento gentil del abuelo. Las palabras gotearon dentro de la atmosfera viva. Me recordó el sinsabor de sus voces interpuestas. Me recordó la presión en el pecho y el temblor tullido en las piernas. Y sigo de pie en medio de la garúa, el rostro húmedo, las mejillas pegajosas, el alma hecha pedazos. Recuerdo contemplar sus ojos por última vez en la profundidad de sus córneas. Recuerdo la coleta del cigarrillo en sus pantalones bien planchados. Recuerdo la luz a la distancia… Primero una luz tenue, sedosa como la caricia de un par de manos mansas al cansancio venidero, y luego una bola de fuego cegadora, como la sacudida imprevista de un relámpago. No devora.


Cierro los ojos. Después, el sonido chirriante.


Aun cuando los fierros retorcidos relucían como fuego encendido bajo la luz de la luna, la viejecita canción ochentera no dejaba de tocar. Mi corazón tampoco dejó de latir. La lluvia siguió empapando el cuerpo inerte, la piel desnuda. No pude mantener los ojos abiertos. No pude escuchar su última corazonada. No pude evitar la eminencia de la lluvia. No pude evitar que Dios cesase de llorar. No pude evitar que lluvia se convirtiera en sinónimo de fenecer. No pude evitar sobrevivir. La lluvia se hace cada vez más intensa al viajar la noche y no pienso correr debajo de ella. Pienso en caminar. Pienso en escuchar el sonido del metal retorciéndose en la cuneta. La mente es un canvas en blanco. Los sentidos, anestesiados. La razón, hecha añicos. El corazón, perdido en el laberinto. El cielo, viste de luto. Arranco una margarita del jardín más cercano y la cubro en mis manos. Hasta que sus pétalos blancos caen entre mis dedos, y caen y caen y no dejan de caer. Entonces, ya no gotea; por el contrario, llueven margaritas.


Y un puntito de luz se aproxima, a la distancia…



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