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FOSCO

Fosco (adj.): que es oscuro, poco claro/dicho del pelo alborotado.


Desperté al día con tu suave respiración sosegada. El sueño fue turbulento y poco agraciado. Creí verte al otro lado de un campo fosco y frondoso, como la forma tan descabellada con la que peinas tus hebras doradas al impacto de la luz del sol. Abrí entonces los ojos y percibí una cohibida gota de sudor recorriéndome la frente. Fue temor, pensé. Temor a perderte con el retiro del alba. Temor de dejarte atrapado en un sueño que poco a poco me privaba de mis sentidos más elocuentes. El corazón hizo un llamado a sus latidos. Tuve miedo y abrí los ojos. Por suerte, tu respiración caldosa drenó las paredes de mi habitación de una sutil cautela, como los primeros rayos matutinos que me hacen el amor a primera hora del día. Escuché que te movías de un lado a otro, con esa paciencia que solo tú eras capaz de cargar sobre los hombros. Lo llamabas “labor”, “trabajo”. Mi corazón saltó en mi pecho y empujó el cuerpo lerdo hacia un costado, al borde de la cama; las sábanas aún se arropaban por sobre mi piel desnuda, conocidas a su perfume y a su sudor jovial.


No te pregunté qué hacías. Además de que era evidente, no me agradaba interrumpirte. Amaba contemplarte en el arte de tu propio absorte, lejano de la realidad humana y cerca de lo surrealista. Apoyé el peso de mis pensamientos sobre una de mis manos y tragué saliva para cuando evitabas provocar el mínimo ruido para despertarme. Aún absorto de tu alrededor, te preocupabas y eras consiente de que el mundo no solo te pertenecía a ti. Había otros que formaban parte de él, como yo, por ejemplo. No pude evitar dejar que mis labios resecos y carnosos formasen una delgada curvilínea entre ellos mismos, como tropezándose en la torpeza de adorar tu presencia. Y comencé un viaje de apreciación artística. Primero caí en cuenta de tu fosco cabello dorado, incendiado por la luz propia del sol, y vino luego la caída de aquel flequillo rebelde por delante de tu frente casi inexistente, y seguí y seguí y seguí descendiendo hasta el gran impacto de tus ojos castaños, tallados sobre tu labor. Pequeños trocitos de madera recién pulidos y cortados. Lo sabía por la forma tan fina y delgada con la que palpabas la yema de tus dedos en sus bordes.


Me cansé del peso de mis pensamientos y descansé el brazo, al igual que mi cabeza. Fue movimiento suficiente para que te dieras cuenta de que no habías hecho lo suficiente como para evitar que despertara. ¿Cómo podía dormir siquiera sabiendo que me perdía de los minutos, segundos y días de tu existencia? ¿Cómo podía ser capaz de alternar universos en el que no estuvieras tú? Elevaste la mirada por encima de tu trabajo de unión de piezas y tus ojos se encontraron con los míos. Por un momento, no fue más que silencio y uno que otro sonido perceptible que no puedes negarle a la naturaleza, como el dócil movimiento de las cortinas empujadas por el viento ceniciento, o algún canto casual y parlanchín de las gaviotas veraniegas. Sonreímos casi al mismo tiempo. No sabría decirte si tu sonrisa era mucho más brillante que la mía o que el mismo sol abrasador, pero, definitivamente, era un llamado de pertenencia, de algarabía, de sosiego. Aun cuando me viste, seguiste con lo tuyo porque sabías mejor que nadie en el mundo que lo disfrutaba tanto como disfrutaba besarte o frotar mi índice en la punta de tu nariz aguileña, mientras empujabas tu corazón junto al mío y provocábamos juntos una sinfonía cardíaca.


Imaginé que las piezas de madera eran partes de mi cuerpo mundano. Imaginé tus manos singulares construyéndome y haciéndome añicos al mismo tiempo. Una nueva forma de hacer el amor, pensé. Piezas banales que forman parte de un solo cuerpo. Quería la atención de tu mirada por sobre mí, y fue quizá el acto más egoísta que pude demostrar entre las sábanas. Al frotar mis labios hambrientos de un deseo inocente, me susurrabas al oído una canción que era incapaz de reconocer, ya que, en el acto, era tu sonrisa la que allanaba el resto de su sinfonía aleatoria. Tenía hambre. El estómago me rugía un poco. Más no era hambre casual, como un desayuno en cama por detrás de los cristales empañados. El mejor desayuno de toda la vida lo tenía en ese momento. Eres el más exquisito manjar y ni siquiera era capaz de decírtelo en voz alta. Algunas personas, al despertar, recuperaban la voz minutos después. ¿Y tú? ¿Qué recuperabas primero? ¿Qué parte del cuerpo tenías afán por emplear primero? Las manos. Quizá las manos. Y luego el resto del cuerpo.


Esperé a escuchar tu voz. Esperé a escuchar las palabras hechas carne en la punta de tu garganta. Esperé y hubiese sido capaz de esperar todo el día, toda la tarde, o toda la noche. Era el último de la audiencia que se quedaba hasta el final de un recital que a la mayoría les aburría. Una vez finalizado, te observaba hacer una venia entre sonrisas y yo me ponía de pie y te aplaudía con la mirada, las mejillas, los labios y todo lo que componía mi cuerpo enclenque. Solo hasta después vertías un poco de vino sobre una copa de cristal mientras yo la sostenía entre mis dedos temblorosos.


—Sabes que no bebo—recuerdo que te dije.


Y tus ojos respondieron un “lo sé”. Te contemplé beber frente a la ventana de la cocina, empañado por la frágil luz de la luna. Tu piel se tiñó de un color metal intenso y juré que provenías de otro mundo. Estúpido, lo sé. Siempre pensé e imaginé las cosas más absurdas en mi cabeza. Intenté reprimir unas cuantas cuando te tuve cerca de mí. Sin embargo, dijiste que te agradaba pensar en mí de esa manera. Dijiste que nadie jamás había dicho cosas como tales en voz alta, y dibujaste una sonrisa entre bebida y bebida.


Cuando te percataste que era mucho el tiempo que invertí en ti, dejaste de hacer lo que sea que estabas haciendo con esas piezas y me miraste, muy profundamente. Te pusiste de pie con cierta lentitud y caminaste hacia mí casi en cuclillas. Mi corazón golpeó duro contra mi pecho y amenazó con arrancarse de su propio espacio por su cuenta. No fue hasta que te tuve de cerca que me asaltó el miedo. Un miedo real. Un miedo que te consume desde adentro. Un miedo que es capaz de colisionarlo todo. Me aferré a mi propio cuerpo y abracé en él las esperanzas de percibir tu afrodisiaca fragancia a coco tropical en mis orificios nasales. Cerré los ojos. Todo lo que vi fue un cuadro fosco.



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