Ignota/o (del lat. ignotus): no conocido, ni descubierto.
Era la segunda vez en la semana que lo veía. Siempre a la misma hora. Siempre la misma rutina. Primero un baño en las duchas, luego un chapuzón. Parecía perdido en un punto fijo la mayor parte del tiempo; incluso cuando algunas chicas de piel bronceada y cabello castaño o rubio, se le acercaban para hacerle algún tipo de plática. Caí en la cuenta de que intentaban coquetear con él por la forma en la que se mordían el labio inferior. Se podía decir que hasta ellas y yo teníamos muchas más probabilidades de compartir miradas furtivas en el ir y venir, en el momento en que estiraban sus cuellos fuera del agua y se dirigían a las duchas bajo la seguridad de sus toallas; pero él, nada. No quise dar la impresión equivocada. ¿Habrían creído que gustaba de ellas? Intenté sacudir el pensamiento de mi cabeza y seguí la figura del muchacho por encima del agua, a la altura de su cintura esbelta y formada.
No era posible que no haya notado mi presencia, pensé. Es decir, cualquiera en aquel lugar al aire libre hubiese aunque sea cruzado miradas conmigo en un lapso de 2 segundos, o al menos haber advertido de mi ignota existencia en aquel espacio del mundo. Me sentía parte de un juego tonto; un juego en el que pasaba inadvertido la mayor parte del tiempo. Incluso el viejecito, que insistía en trepar a la zona del trampolín debajo de un traje de baño bastante llamativo, sabía de mi existencia. No estaba interesado. Eso es todo. Esa fue mi conclusión inmediata. Aproveché los minutos libres que aún me quedaban y me senté en una de las sillas blancas para el público. Lo vi nadar y estrechar un brazo tras otro y resurgir de las aguas, seguido de una sacudida fresca y despreocupada. Seguramente en algún momento el dúo de chicas en bikini apretujados se sumarían a él y volvería a repetirse la faena del coqueteo. No estaba dispuesto a quedarme de testigo una vez más. Intenté ponerme de pie, no sin antes percatarme que se dirigía hacia mi dirección. Mis pies se sellaron al suelo y parecía incapaz de moverme. Se me helaba la sangre en las venas.
Mi rostro parecía un tomate encendido en llamas de fuego. No, no solo era mi rostro, sino también el resto de mi cuerpo. Una extraña ola de calor me invadía y provocaba cierto escozor. Se quedó de pie frente a mí y comenzó a secarse parte del rostro, cabello y pecho. Su mirada, como siempre, miraba un punto fijo, por encima de mí. Me vi en la necesidad de girar la cabeza con disimulo para encontrar aquello que le quitaba la atención con tanta influencia. Me sentí tan estúpido al darme cuenta de que miraba atento el tronco de un cedro. Me giré hacia él y creí que en algún momento se rompería en risitas ahogadas. Eso no pasó claro. Lo que hizo fue acercarse un poco más y palpar frente a él para asegurarse de que se dejaría caer en una zona segura. Me aparté de aquella silla que hace pocos segundos ocupaba y me senté en la de su costado. Una vibración nerviosa temblaba en el centro de mi pecho, exactamente en el diafragma; un espectáculo de fuegos artificiales.
Hubo silencio. Apoyó los codos sobre sus rodillas y miraba fijamente al frente (y al mismo tiempo no). No sabía exactamente a qué punto seguirle la mirada. Así que, en vez de descifrar que tanto veía, contemplé las pequeñas gotas deformes de agua derramándose por sobre la fornida figura de su espina dorsal. Y luego estaban sus brazos y la rectitud de sus hombros desnudos, plagados por una oscura pigmentación de lunares redondos. Era como mirar una sábana de estrellas blancas sobre el azul nocturno del cielo. Deseaba para mis adentros que este pequeño momento oportuno no se acabara. Deseé con mis manos que los minutos fuesen horas y las horas días. Mi corazón bailaba de arriba hacia abajo y se atascaba en el tronco de mi garganta. Deseaba que toda distracción del momento se desvanezca y en el cuadro solo quedáramos él y yo. ¿Así se sentía tener a alguien tan de cerca? ¿Así se sentía el estar enamorado? Necesitaba de aire, pero no deseaba moverme por nada del mundo. Necesitaba espacio, pero no dejaba de contemplar. Sentí que mi alma abandonaba mi cuerpo cuando advertí que sus labios se movían. No estaba equivocado.
—Qué clima tan raro, eh—dijo en un tono de voz jadeante.
No sabía si me hablaba a mí o se hablaba más a sí mismo. Así que, por ende, no dije nada. No quería sentirme más estúpido de lo que ya me sentía respondiendo una pregunta que desconocía si era para mí. Lo seguí observando. Fue entonces cuando giró un poco hacia mi lado y pude darme cuenta de una extraña anomalía en su ojo izquierdo. Una pequeña laguna verde se mostraba desde adentro. Como si pudiera leer mi mente, lo escuché añadir:
—Se le llama heterocromía—explicó.
— ¿Ah? —le solté, cayendo en cuenta que me estaba hablando a mí de una vez por todas.
Lo vi soltar una risita ahogada. Mi cabeza flotaba en el aire.
—La pequeña laguna en mi ojo izquierdo—su voz sonaba mucho más segura—, se le llama heterocromía.
Heterocromía. Nunca había escuchado esa palabra en mi vida. Me sentía como un fraude. Debí haberlo sabido. ¿Y si era esa la razón por la cual no había podido darse cuenta de mi presencia todo este tiempo? No quería sonar tonto o desatinado, más sostuve la duda entre la línea de carne que separaba mis labios. No. Parecía sentirse muy seguro y a gusto con el tema. Quizá mi pregunta solo provocaría en él una sonrisita ahogada, de nuevo.
— ¿Puedes ver bien? —le pregunté sin más.
Dios, quería meter mi cabeza debajo de la tierra y esconderla por siempre. Retiré mi mirada para evitar contemplar la reacción indignada en su rostro, pero, para mi sorpresa, tenía razón. Lo escuché reír por lo bajo. Ya sea que se estaba burlando de mi ignorancia en el tema o de verdad le parecía gracioso que le haya hecho ese tipo de pregunta. Tragué un poco de saliva para aliviar el paso del tiempo en mi garganta.
—No. No afecta el funcionamiento del ojo—y dicho esto, se reincorporó sobre su espalda.
Aun así no me miraba. En algún recuerdo remoto de mi mente, y cuyo conocimiento quizá me salvaría de aquella tonta ignorancia, vino a mí aquel artículo sobre personas que poseen un color distinto en cada uno de sus ojos. Quizá decirlo, pensé, no sonaría tan descabellado. Después de todo había logrado hacerlo reír, ¿verdad? No tenía nada que perder. Además, y en mi defensa, era un dato interesante de recalcar.
—Gracias por el dato—le dije primero, y casi de inmediato agregué: —Solo conocía a aquellas personas que tienen un color diferente en cada ojo.
No demoró en responder.
—Esa es la heterocromía bilateral. Es muy genial, también.
¿Era genial? Lo era. Como las de un perro siberiano, pensé. Más no lo dije en voz alta. No quería hacerle pensar que lo estaba comparando con un perro. Así que solo atiné a quedarme callado y presionar mis labios. Fue en aquel instante de contemplación que me atreví a reflexionar en una posibilidad que no creí creíble. Seguí su mirada fija en el suelo aun cuando la mitad de su rostro me encaraba. La idea me golpeó de repente y ya no fue más un pensamiento en el pequeño espacio de mi cerebro, sino una realidad. Una realidad que había intentado ignorar desde el primer día. No podía verme. No podía verme ni a mí ni a nadie más. No podía ver ni siquiera el claro azul del cielo o el paso de las nubes dispersas al aclarar el día o las doradas líneas de calor que provenían del sol e incluso el rostro de aquellas chicas en bikini que hace poco había conocido. Mi corazón se liberó de una atadura hostil. Me quedé mucho más que mudo y el silencio hablaba por ambos. Seguramente, me estaba leyendo ya la mente y sabía que apenas lo acababa de notar. Me sentí mal conmigo mismo. Me sentí, una vez más, un fraude.
— ¿Sigues ahí? —su voz me abdujo de regreso a la realidad.
Estaba a punto de responder cuando me percaté que el perfecto dúo de chicas en bikini pegado al cuerpo se acercaba a nuestra dirección. Una de ellas, la de cabello castaño y ondulado, se reclinó sobre él precipitosamente y le dio un beso en el cachete.
—Hola, Froilán—lo saludó con frenesí.
Me puse de pie como un resorte oxidado y caminé lejos de allí sin alterar su atención. Al menos al fin sabía su nombre. Froilán. Froilán. Saboreé el sonido de sus palabras en mis labios, en mis pensamientos. Froilán. Todo el resto del día pensé en su nombre y en la forma tan genuina en la que buscaba descifrar mi rostro aun cuando no podía verme. Jamás había sentido mis mejillas tan anestesiadas.
Froilán.
Froilán.
Froilán.

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