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INTRÍNSECO/A

Intrínseca/o (del lat. intrinsecus): íntimo, esencial.


Jamás caí en la cuenta de nuestro intrínseco dinamismo corporal. Nunca creí que fuera capaz de hacer maravillas verbales con los labios al momento de plasmar mis colinas frondosas contra las tuyas, bajo el flamante sesgo de la luz del sol que se filtraba por la ventana fisgona de tu habitación. Pensé que apenas podía limitarme a decir esto o aquello, a comunicarme de manera elocuente con cuanto ser humano se me cruzara en el camino (que eran muy escasos, para ser honestos) o que simplemente los poseía para comer, para deliberar mis derroches; más no para hacer de sus carnes un caluroso desfogue de pasiones encendidas. Pensé que la punta de mi lengua ceñida sería la única que encontraría su camino de regreso por sobre el labio superior, cada vez que te contemplaba moverte en los alrededores, como bailando, zigzagueando el sol a tus espaldas. Siempre te viste divino al sol; venías de él y hacia él ibas. Tu piel era mucho más traviesa en ocasiones, y me fue difícil distinguir que ardía más por su propia cuenta. Mi boca, desde entonces, tuvo sed. Tuvo sed de la vida fructífera de los aposentos de tus labios carnosos, bien delineados; tal cual sonrisa de media luna.


Algunas veces, quise arrancarme los ojos y ver el mundo a través del corazón. Otras, me atrincheré al temor mundano de conservarlos para no perderme de la intrascendencia de tu cuerpo en el tiempo que corroía mis venas densas. Me perdí del color carmesí de los cielos rasgados por la pintura prodigiosa del sol, el movimiento ululante de la copa de los árboles viejos al dócil roce del viento matutino, el regocijo de los campos verdes y frondosos en los que recosté mi cuerpo tullido junto al tuyo. Olvidé lo que mucho antes me salvó del trago amargo de una vida agitada y me refugié en el manso color de tus profundos ojos castaños. Pensé que ocuparía el resto de la vida siendo testigo del dominio hostil de un mundo sombrío, gobernado por la falta de empatía, sucumbido por la frivolidad y lo superfluo de la carne deseosa. Fui soberbio y difamé mis propias creencias. En lo recóndito del mar de azahar, cerré los ojos y me enseñaste a ver con la intensidad de un corazón galopante, ejerciendo una sinfonía cardíaca en la intensidad de mis propios tímpanos pequeños.


Después, las manos; el tacto, el calor del lazo entre los dedos enclenques, el roce de una caricia templada, el juego de sus yemas callosas por sobre el campo de tu piel desnuda, una desmedida necesidad de ser de ti y pertenecer a ti, en las horas, los minutos, el espacio, los sonidos perceptibles, los colores penetrantes, y el suave canto de tu susurro gutural, pulimentado. Tuve cuidado con evitar dañarlas, y muchas veces fracasé. Aquellos que transitan en la vida nunca conservan sus manos intactas. Están plagadas de suciedad, de grietas ancianas, de marcas imperfectas, de diferencias y similitudes. Sin embargo, poco pensé en la fortuna divina, en la delgada línea de la casualidad, o del destino. Sé que poco crees en él. No existe tal hilo rojo. No existen quizá trazos diseñados con anterioridad. Pero existen manos. Las mías, enormes; las tuyas, pequeñas, un complemento carnal. Soy de tacto y nací para él. Tu piel untuosa evitó dar crédito.


Y luego está el aroma, el baile de tu fragancia impregnada en los orificios nasales. El viciado destiló del acercamiento de tu presencia poluta a las espaldas. El confinamiento de tus brazos fornidos rodeándome el cuerpo atónito. El perfume embriagador del viaje, de su esencia de carne a carne, de ausencia a reencuentro. Por lo general, mis labios callan y no puedo procesar lo intangible de tu singularidad, los espacios que haces tuyos con un solo pie en el vestíbulo, en el color de las paredes desmanteladas, en el movimiento de los objetos unánimes que acaparan tus alrededores. Te sigue y te abandona aquí, incluso cuando ya no estás. Una porción de ti camina entre pasillos poco después del chirrido de la puerta de salida. Y me quedo con ganas de abrazar tu despedida y hacerle de mí una molécula de vida misma. Pierdo el sentido, la cohesión, la naturalidad de las palabras.


Hasta que te escucho llamarme “poeta”. ¿Qué tengo yo de poeta? ¿Qué atribuciones te tomas de catalogarme como los grandes? ¿Qué pizca de grandeza tengo yo de ellos? Y tú te ríes. Tu voz, ay, tu voz se materializa como la sangre viva que fluctúa por debajo de mi piel desnuda. La capa de protección se eriza al escuchar tus argumentos en contra de los míos y lo interpela como un cántico que añora deliberar para su propio gusto banal. Me manifiesto en tu presencia y te oigo hablar, a medida que soy de ti en el mirar de tus lagunas doradas al sol, en la contemplación absorta de una realidad que muy poco me interesa. Llevo el peso de mis inseguridades en los hombros flácidos y chamuscados, y un roce tuyo es capaz de desmantelar la carga de mis emociones. No refuto, solo escucho, con atención, como si de mi materia favorita se tratase. Como si entre tus labios estuviese la misma salvación del mundo, de mi alma. Estridente, atronador, retumbante, capaz de sacudirme de pies a cabeza; pero también cadencioso, encantador, sosegado, induciéndome a la calma.


No digo lo que pienso en voz alta. Me detengo a deliberar a través del iris. Tu mirada me persigue por la habitación e intenta apresarme de los brazos y tumbarme con cierto detenimiento en el campo de tus dudas, mientras intentas descifrarme con la fuerza de un pensamiento que traspasa mis conocimientos. Cuerpo a cuerpo, en lo íntimo de la atmosfera, no hablo, solamente reflexiono. Aprecio lo avellano y lo blanco, casi bronceado; deleito lo gangoso y rechinante de las vibraciones vocales; hurgo en lo aromático y viciado del atrevimiento del cuerpo; degusto el jugoso y dulzón rebrote de tus líneas carnosas; tanteo finalmente el templado y bochornoso campo de calor que rodea tu presencia imponente.


Rehago el mundo.





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