Letargo: Somnolencia, inactividad.
Se vio invadida por un letargo repentino y recurrente. La abuela dejó de frecuentar, sin previo aviso, los espacios caseros de los que antes disfrutaba ser partícipe. Comenzó con horas de sueño mucho más extendidas a lo que acostumbraba. Su habitación siempre fue suya y de nadie más, y apenas me permitía el paso cuando intuía que no estaba allí para hacerla enojar. Me quedaba de pie en el umbral de la puerta, justo detrás de esta, husmeando las narices entre el delgado espacio entreabierto, contemplándola menear la cabeza hacia adelante, como sosteniendo el peso de su cuerpo longevo. Cuando las tardes llegaban a su tiempo y los vestíbulos de la casa se engullían en un silencio en el que eras capaz de escuchar tu propia respiración apacible, me escabullía en su habitación y la contemplaba desde lejos, a medida que el sesgo de la luz del sol que se filtraba por su ventana, y la bañaba en un extenso campo dorado de aguas mansas. Su piel morena lucía hermosa, divina, fragante a los colores ardientes del firmamento externo.
Dejó de abandonar su habitación en busca de su típica taza de café humeante. Ni siquiera tenía la mínima intención de mostrar interés por los alimentos. Se aisló del barullo de la mesa familiar los fines de semana y de los tamales caseros un domingo por la mañana, después de la misa dominical. Se cerró a un mundo en el que solo se permitía recostarse bajo el acongojo de las sábanas blancas y las frazadas de algodón, meciendo su cabeza pequeña al compás de su respiración agitada, sosa. Sus sueños parecían ajetreados y dolientes, ya que escuchaba escapársele un leve gemido ahogado, una corazonada retenida en el pecho, en su propio corazón desbordante. No recibía ningún tipo de pan, ningún tipo de alimento sólido, ni siquiera lo que alguna vez más aclamó: un postre. La abuela se sumió en una somnolencia anunciada que amenaza con volverse eterna. Su habitación jamás se había sentido tan silenciosa, tan reservada. No era capaz siquiera de entrever que había ingresado en su mundo privado y me había recostado a sus pies, observándola dormir, admirándola ser.
Sus pasos lerdos y detenidos no se volvieron a escuchar en la cocina. Incluso sus utensilios culinarios favoritos la extrañaban deseosos. Extrañaban el roce de sus dedos arrugados por encima de la capa de metal, su frágil aroma a rosas rojas, o el paso de su respiración caldosa mientras buscaba una cuchara pequeña de metal, una olla pequeña para los tamales, un plato de porcelana para guardar en ella la preocupación de asistir a un hijo hambriento después de la ardua labor de trabajo. El retrato de una escena añorable de la infancia se transfiguró ante mis ojos y no pude evitar recordarla frente a mí, sobre una imagen imponente, manos magulladas sobre una olla de cocina, ojos fijos en el hilo de mi aprendizaje, sus labios suaves y pequeños instruyéndome en el arte de sus raíces culinarias. El paso del tiempo como un vil enemigo, arrebatándomela en un santiamén. La desfiguración de sus cabellos blancos sujetos en un moño refrescante y sedoso. Su presencia se diluyó como arena entre los dedos.
No volví a escuchar el sonido quejumbroso de su pequeña canastilla de madera, arrastrándose por sobre el pasillo, dirigiéndose al patio de la casa. No la contemplé detenerse frente a la estridente lavadora de blancos matices gastados y extraer de ella la ropa recién lavada. No volví a contemplar el movimiento de sus gestos corporales azuzándome a ayudarla a meter casi la mitad de mi cuerpo al artefacto para recuperar prendas pequeñas que ella no podía alcanzar. No nos adentramos en el estrecho y abarrotado espacio del tendedero con aquel detenimiento habitual, recogiendo la ropa seca, expuesta a los abrasadores rayos del sol. No la escuché decirme cosas entre dientes. No me escuché retener una risita ahogada al escucharla refunfuñar. No percibí el canto melifluo de las aves cantarinas que tanto le encantaba presenciar. No la seguí de regreso por el pasillo, sosteniendo su canastilla de madera de lado a lado, evitando ser lo menos torpe posible ante cualquier repentino incidente que pudiera poner en peligro su vida. La abuela se aisló del mundo, tanto como la vida se aisló de ella.
Y la vi, la contemplé, la escuché, y palpé. Quise ser de ella y para ella. Acompañé sus sueños más cobijados y sus horas excesivas de somnolencia por la mañana, o por la tarde, o incluso por la noche, mucho después de la hora pactada. La contemplé en sus intentos por querer reincorporarse al mundo exterior. La observé absorta de su propia realidad, con los hombros anchos y cansados, la mirada perdida y el gusto por la vida colgando de un péndulo. La abuela, sin embargo, regresó a los confines de su habitación taciturna y no volví a escuchar el sonido de su voz. Dicen que lo último que pierden los muertos es la voz, pero yo perdí la voz de la abuela mucho antes de contemplarla, recostada por sobre distintas franelas de cama. Me aferré a su mano enclenque tanto como desee aferrarme a su propia alma. Sujeté de ella tanto como desee sujetar de mi propio corazón hecho añicos el día que la escuché partir con el sol a sus espaldas; jovial y vivaz.
Quizá lo último que pierden los muertos no es la voz…

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