Mirlo blanco: persona de rareza extraordinaria.
Su estancia comenzó una serie de cuestionamientos. Supongo que, en parte, estaba ligado a su forma tan estrambótica de vestir. Quizá era el uso excesivo de sombras, o rubor, que plagaban los alrededores de sus ojos pardos y pequeños, o el corte de cabello imponente que entonaba una cien redonda y bien pulida. Rudi impuso su presencia desde el primer día; era lo que mi abuela denominaría como un mirlo blanco. Se me prohibió acercarme siquiera a contemplarlo en su máximo esplendor, merodeando por su cuenta por los pasajes del vecindario, buscando que las paredes cobren vida propia y que las ventanas abandonen su existencia inerte para seguir cada uno de sus minúsculos movimientos. Cada día fue un intento fallido por escabullirme aquí y allá, manos en los bolsillos, acercamiento sutil y poco planeado. A veces, era un vistazo furtivo después de la misa matutina del domingo y otras, la fija contemplación un fin de semana por la tarde, cuando el sol se hallaba en su punto más álgido y se arrastraba por el confín del cielo con la basta intención de existir por siempre.
Había algo en él. No sólo se lo acreditaba a su absoluta habilidad para vestir glamorosamente, sino también a la explosiva actitud que le desbordaba por los poros. Un día se le atribuía al cambio repentino del color de sus cabellos ondulados; al otro, el uso desbordante de colorete en los labios finos y carnosos; otros, era la singularidad de colores oscuros en sus uñas bien pulidas, y un corazón que le desbordaba en el pecho. Rudi se convirtió en la imagen inadvertida de una figura fantasmal que me buscaba hasta en sueños. Era de noche, una sábana oscura de estrellas cubría el cielo del vecindario, y ese pequeño trozo de espacio en el mundo me hacía el ser más diminuto del mundo. Entonces, Rudi aparecía frente a mí y caminaba a trompicones, como buscando problemas, dibujando una sonrisa traviesa, coqueta. Colocaba ambas manos a los costados, cerrándome el paso y mirándome fijamente a los ojos, como nunca nadie antes lo había hecho. Me sentía tan vulnerable y desnudo que terminaba abriendo abruptamente los ojos, mientras una gota de sudor me recorría el cuello.
Las próximas semanas me las arreglé para encontrármelo casualmente por el vecindario a pesar de las advertencias y represalias de mis padres: tales como acolitar por el resto de mi vida los domingos en la parroquia del vecindario, o unirme al grupo de ancianas que rezaba cada tres veces por semana, o incluso confesarme cada fin de semana por lo que me restaba de vida. Puse en juego eso y mucho más. Más no pude evitar arremeter con la insolente soledad que abarrotaba a Rudi en sus primeras semanas de estancia en el vecindario. Todo lo que sabía de su repentina llegada al pueblo era que se debía a una petición de vida o muerte por parte de su abuela materna; estaba en el absoluto abandono. Esa tarde, después de que la piscina local cerraba sus puertas al público como cada fin de semana, me acerqué motivado por su curiosa proeza del momento; se encontraba escalando el árbol más viejo y frondoso del vecindario. La razón: su fruto de albaricoques. Con una sonrisa de magnitud descomunal, lo observé estrechar el cuerpo esbelto en su afán de arrebatar una sola pieza de fruto. Sus intentos por obtener su acometido hacían galopar mi corazón.
—Caen por su propia cuenta—le advertí.
No obstante, eso no fue razón para atraer su atención. Rudi siguió estirando toda extremidad que le ayudase a conseguir su objetivo.
—A veces—me respondió, apretando los dientes—, hay que darle un empujoncito.
Y dicho esto, sus dedos largos y enclenques, se apoderaron del fruto recién maduro y lo tomo entre sus manos. Rudi entonó un suspiro de alivio y segundos después se encontraba ya en tierra firme, una sonrisa le desbordaba el rostro; siempre le desbordaba el rostro. Me miró de pies a cabeza, como estudiándome, y pude percibir que mis piernas flaqueaban como un par de alambres retorcidos. Me quedé quieto, esperando que sus ojos pequeños y marrones terminaran su inspección. Seguramente creía que le estaba haciendo un favor al buscarle plática. O quizá creía que había sido enviado por algún vecino religioso para gritarle de cosas, o simplemente burlarme de él. Una vez que lo vi disminuir la tensión en sus musculosos desnudos a la luz del sol y el crop pegado al cuerpo, concluí que estaba fuera de peligro. No me veía como una amenaza. Aunque, ¿era posible trasmitir dicha impresión?
No me dijo nada por unos segundos. Se llevó uno de los albaricoques que sustrajo del árbol a la boca y mordió con exigencia, probando su sabor, tanteando cada uno de los componentes que lo conformaban como fruta. Intenté decirle algo, en su lugar, pero la lengua tropezó en mi torpeza y apenas me salió un balbuceo. La cara me ardía como antorcha. Sus ojos viajaron una vez más por sobre mí y se detuvieron en el movimiento tembloroso de mis labios. El jugo de la fruta bailaba entre la línea carnosa de sus labios pintados de un color carmín, un rojo color vino. Así que hice lo primero que se me vino a la mente: estrecharle una mano. ¿Quién hace eso? Rudi, por supuesto, no era uno de ellos. Ya que, consecuentemente, se acercó a mí y, permitiéndome embriagarme de su loción a coco tropical, me plantó un beso manso en la mejilla. Puse sentir como sus labios apreciaban el sabor de mi piel bronceada al sol. El cuerpo me bailó ahí mismo.
—No me hace falta compañía—me comentó después, seguro de sí mismo—. Sí es eso a lo que vienes.
Pensó que me acercaba por lástima. Esa fue la primera impresión que le di; lástima. Me sentía la escoria hecha persona. ¿Cómo remedaría mi situación de ahora en adelante? No quería que pensara que lo despreciaba o que, en efecto, se me había enviado para su “conversión”, o algo por el estilo. Sacudí mi cabeza y presioné los ojos con cierto aturdimiento.
—No, no, no, no, no es a lo que vengo…—no me dejó terminar.
Su risa me interrumpió en el momento. Me quedé con las palabras vomitadas en la punta de la boca, y quedé hecho un tonto. Un tonto en el buen dicho de la palabra. Mi corazón latió con fuerza en el pecho al escuchar su sonrisa abarrotar la atmosfera.
—Ven, sígueme.
Y lo seguí, porque, ¿por qué no lo haría? No sabía con exactitud a dónde iba, más no creo que me importara mucho. Lo vi trepar un gran portón de metal y dejarse caer del otro lado del mismo. Lo imité y tuve que ser veloz para caminar a su paso. Me llevó por un campo descampado. Un espacio que mucho antes fue pensado en levantar una serie de departamentos nuevos para el vecindario. El proyecto jamás llegó a concluirse. Había tierra muerta, hoyos por doquier, las huellas intactas de la maquinaria pesada, y un sentimiento de añoranza, de recuperación en el lapso del tiempo.
Rudi se llevó ambas manos alrededor de su boca y lo escuché gritar al cielo ceniciento y caldoso del día. ¡AHHHHHHH! Luego otro, ¡AHHHHHHHH! Provenía de lo más recóndito de su ser, una expulsión o liberación de energía que cada cierto tiempo le obstruía el paso a nuevas emociones. Su entonación quebraba el mismo cielo, el mismo paso de las nubes borrascosas, el mismo sesgo de la luz del sol impuesto.
—Vamos—me azuzó, elevando mis manos alrededor de mi boca también—. Inténtalo.
Al principio, fue un gritito leve. Causó gracia. Mis mejillas ardieron. Rudi lo intentó por su cuenta y juré que escuchaba algún tipo de soneto impecable. ¿Cómo era capaz de poseer tanta perfección? Seguí el poder de su voz, temiendo opacarlo. Más jamás había sentido que mi garganta raspaba de esa manera. La liberación de energía empezaba desde entonces. Los pulmones se contraían de aire. El estómago albergaba el poder de expulsión. La garganta se entonaba para hacer de la emoción un grito de gracia. El corazón me bombeaba con locura, y justo ahí creí que gritaba junto conmigo. Era la primera vez que el cielo no se quebraba frente a nosotros, nosotros nos quebrábamos frente a él.
Cerré los ojos y grité.

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