Peripecia: accidente imprevisto o cambio repentino de situación.
1944
Del cielo llueven gotas dulces. Una por una, empapan el barrio urbano y sus alrededores, como si de tremendo manjar divino se tratase. El niño de piel bronceada y brazos larguiruchos deja caer su balón en la cuneta y corre tirando la cabeza hacia atrás, contemplando anonadado la transfiguración singular de las nubes en borrascosos algodones de azúcar. Se queda de pie justo al borde de la acera, empapándose el cuerpecito de caramelo; abre la boca con semejante desesperación y saborea, mastica. Los otros niños del barrio se le acercan conmocionados ante tal evento sobrenatural y lo imitan; abren la boca tan grande, como el inmenso corazón que no les cabe en el pecho. Corren, gritan, celebran, juegan entre ellos. No son capaces de dar crédito a lo que ven sus ojos hundidos.
El cielo sigue lloviendo; llueven gotas dulces.
Una a una.
Molécula por molécula.
Entonces, el bombardeo lo golpea. Ya no llueven gotas dulces del cielo. Ya no existen niños abriendo la boca para saborear. Ya no se interponen risitas traviesas. No hay tales algodones de azúcar. El mundo se ha convertido en un escenario sombrío y baldío, acompañado de abrumadores gritos y lamentos, cielos empañados de sangre y misiles ensordecedores que desembocan en el campo, arrasando con la pequeña pizca de vida que le queda. El soldado abandonó el reflejo del niño de 8 años al borde de la acera. El que soñó con un mundo diferente. El que soñó que un día del cielo llovía azúcar, no misiles. Esa es la cruda realidad.
El pecho le retumba de arriba abajo. Ya ningún pensamiento es bueno para arrastrarlo lejos del campo de batalla. Sus cielos ya no brotan granizos dulces. Sus cielos arrojan fuego, armas, granadas. El grito de un compañero herido. El sonido estridente de una granada quebrando mil cuerpos en añicos. Las voces de mando rasgando la garganta. Él, un ser inservible.
— ¡Kurt! ¡Párate! —le grita alguien a lado suyo.
— ¡De pie! ¡Ahora! —alguien tira de su brazo.
Su mente no es capaz de procesar el tiempo. Aún tiene lagunas del recuerdo infantil. Cree aún recordar el sabor de la lluvia dulce. Cree aún sentir cómo palpitó su corazón en el pecho cuando las nubes se tornaron rosas. El balón en su mano derecha ya no existe; en su lugar se aferra a un rifle como si de su propia vida bastarda se tratara. Es ahora todo lo que tiene en el mundo para defenderse. Hay más estallidos; se sienten como meteoritos internos destruyendo las pocas paredes inertes del ser humano. Hay más gritos, dolor, lamento, sudor, sacrificio. Hay sangre tiñendo el firmamento. Hay lenguas de fuego carcomiendo soldados.
Pero de lluvia dulce, nada. Frente a él ve un par de ojos castaños, como los de su mejor amigo de la infancia, Konrad. Y sus manos son exactamente iguales a como las recordaba. Pero su rostro se desdibuja diferente. Reflejan el dolor de la pérdida, del temor, de la ansiedad y de la incertidumbre. Lo llama por su nombre. No es capaz de escucharse a sí mismo.
—¡Kurt! ¡Escúchame!—le grita Konrad, a la vez que lo sacude de hombros — ¡Muévete!
Da un salto en el tiempo presente. No son un par de niños. El cielo ha dejado de ser arte, de ser dulce, de ser el cuadro más hermoso que Dios pintaba al atardecer. Le da la mano y corren. Las piernas le responden con cierto milagro, a espaldas de una serie de estallidos nucleares que parecen interminables, infinitos.
— ¡Dispara!
Y es lo último que escucha. Sus tímpanos sangran y deja de percibir cualquier tipo de sonido perceptible. Caen junto a cuerpos sólidos bañados en sangre, sin vida. No es consciente de lo que sucede después. No se siente vivo. No se siente muerto. Pero reconoce el aroma a cenizas, a pirotecnia, a masas humanas arrebatadas. El cuerpo inexistente de Konrad junto al suyo. Estrecha su mano y la sujeta fuerte, la exprime y parece que de uno de sus ojos llueve lágrimas dulces.
Antes de que el panorama se torne oscuro y fuera de foco, sueña con la lluvia. Gotas y gotas y gotas que brotan en picada. Una multitud de niños de todo el mundo unidos en una sola nación. Risitas nerviosas y traviesas. Un cielo con nubes color de rosa. Un evento fantasioso. Una sonrisa antes de perder el último latido. La lluvia no cesa. Y los niños no dejan de llegar. La imagen se congela y se desgarra como la tela. Todo lo que ve ahora es negro. El sonido distante de una tormenta.
Ya nunca más recordará que fue un niño que vio llover azúcar alguna vez.

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