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REMANSAR

Remansar (verb.): hacer que algo se apacigüe o aquiete.


Le habían prohibido acercarse a mí. Por los próximos días que presidieron a la pelea y la consiguiente examinación de mis heridas faciales, merodeó en los alrededores como tratando de buscar plática. No sabía muy bien qué debía hacer. El silencio siempre había sido una de mis actividades más selectivas y gustosas; sin embargo, comenzaba a asfixiarme un poco. No iba a negarlo. Tenía toda la intención del mundo de acercarme a él y seguirle la plática, posicionar su cabeza sobre mi hombro derecho y entenderlo, escucharlo en su silencio sosegado, en un remanso de atributos que solo era capaz de poner en evidencia cada vez que se sentía vulnerado. Por el contrario, preso de mis propias decisiones, callé y lo evité lo más que pude. Que sus ojos profundos y gastados se encontraron con los míos por los pasillos concurridos me recordaba la euforia de sus nudillos golpeando contra mi mejilla derecha. La fragancia de su loción maderada calaba en el recuerdo de su piel en mis dientes cuando no preví la riña de su puño derrumbando mi vulnerabilidad. Todo de sí me recordaba aquel día. Me aislé de él, así como también el resto del mundo.


Tuve la supervisión y la recurrente preocupación de los tutores con frecuencia. Incluso aquellos que jamás me habían dirigido la palabra, se sentaban a mi lado, echaban un ojo cohibido por sobre la gran cicatriz desdibujada en la parte derecha de mi rostro y me preguntaban cómo me sentía. Creí que se acercaban por morbo, o curiosidad, o simple ignorancia. Tenía una inquebrantable repugnancia en la punta de los dientes, y una breve presión entre los labios, ahogando un grito, que se sentía más como un sollozo. Intenté ocultarlo, por lo que, según el médico, sería un par de semanas de recuperación. Aunque, para ser honesto, eso solo empeoró las cosas. De un momento a otro, todos querían saber qué me había sucedido y por qué. Ambas preguntas siempre se respondían con un nombre común: Héctor. Jamás comenté, desmentí, o hablé con nadie. Y era entonces cuando lo veía a pocos centímetros de distancia, contemplándome, como pidiéndome perdón con la propia mirada magullada. Mi corazón lo sabía. Su perdón era sincero. Por desgracia, no tenía manera de comprobarlo.

Una semana después, mi propia piel comenzó a colocar las cosas en su lugar. Ya no lucía tan mal. Las aguas lograron remansar un poco los alrededores. El mundo me había dejado en paz. Los días habían durado una eternidad, y apenas pude conciliar el sueño por las noches. De alguna manera, terminaba siempre en el mismo lugar. Veía a Héctor frente a mí, a unos cuantos pasos, intentando decirme algo. Cada vez que intentaba abrir los labios y verbalizar las palabras entre sus dientes, había perdido su voz. Era imposible escucharlo. De repente, alisaba uno de sus brazos, formaba un puño y golpeaba a alguien más. Una gota de sangre le salpicaba en el labio inferior, así como una delgada línea roja le chorreaba de uno de sus orificios nasales. Como de costumbre, corrí hacia él e intenté detenerlo con la escasa fuerza que se me fue capaz de poseer. Tiré de él hacia atrás y lo que sentí sobre mí no fue el peso de su cuerpo. Fue la saña de sus nudillos rojos, embravecidos. Desperté pegando un agudo alarido. El sudor me recorría la nuca.


El muro invisible que había elevado entre los dos comenzó a desvanecerse de a poco. Empezó con un saludo débil, entre dientes. Y juro que jamás había extrañado tanto el sonido grave y gutural que provenía de sus paredes internas. Apenas le respondí; mi lengua tropezó en la estupidez y tuve que fingir que no lo había extrañado demasiado. Quería hacerle entrever que había intentado por lo mucho acercarme a él. Que había extrañado entrelazar mi dedo índice con el suyo, por encima del pupitre, como solíamos hacerlo. Que había añorado volver a jugar con la punta de nuestros pies cuando fingíamos poner atención a clase. O que simplemente había anhelado volver a tener contacto con su piel bronceada. Jamás digo en voz alta lo que mi mente piense para sí misma.


Encontré la manera de saltar hacia el lado extremo del muro invisible. Acepté afrontar el temor que aún me galopaba en el pecho y lo estrujé, como así mismo estrujo mi corazón poco después de la odisea. Ignoré las reglas y las prohibiciones. Arremetí contra ellas como quien arremete en una escena del crimen. Me tomé la autorización de adentrarme en el pequeño espacio que había dibujado con el poder de su zozobra. Me mantuve de pie frente a él. Lo miré a los ojos y me dejé empapar por la preocupación hechos pilares castaños. El calor de sus ojos me abrazó tanto que pensé que iba a romperme los huesos. E intenté soltarme; el miedo asaltó mi seguridad. No obstante, él volvió a tomarme, asegurándome que no me lastimaría. Dudé, y me sentí mal por dudar de sus intenciones. Nuestra piel habló por nosotros, la fragancia a expectaciones y a distancias provocadas, sonidos corporales como guturales de un porvenir disolvente. Lo escuché decir “lo lamento mucho”, sin contemplarlo mover los labios carnosos. La distancia comenzaba a acortarse.


A diferencia de otras ocasiones, llevaba marcado una par de bolsas oscuras por debajo de los ojos. No había dormido en noches. Lo sabía. Lo sabía tanto como lo supieron mis propias noches de insomnio. Había más cosas en común que las diferencias que otros se preocupaban en encontrar en nosotros. Correspondí a su lamento, y las ansias de tocarlo me picaban los dedos. Fue jugando con la punta de mis pies, tanteando el panorama, los aromas, las texturas, el momento. La tensión caló en la sangre en mis venas y el corazón bombeó al compás del suyo propio. Lo pude escuchar. Pude deleitarme con su meliflua sincronización. Me habló a través de él. Le respondí de la misma manera. Mi corazón le tomó las manos y me permitió apoyar mi frente frondosa sobre la suya. Me permití cargar con el peso agotador de sus pensamientos. Y lo sostuve, lo sostuve tanto como había deseado con el sudor de mi propia carne, sostenerlo entre mí. Él se quebró sin tan solo llorar, y predije que sus cristales rotos me dañarían. Apenas había comenzado a sanar. Me detuve. Presioné sus dedos contra los míos y alisé la mirada. Me fijé en la imponencia de sus ojos caldosos. Naufragué en las aguas de su turbulencia. Hasta que palpé en él y remansé por mi propia cuenta la tempestad de sus aluviones humanos.


Acaricié su mejilla izquierda, recordando la textura de su piel y sus poros abiertos al sesgo de la luz del sol. Él cerró los ojos, y acuñó el dolor de los días sin sol. No lloró. Su llanto se llevaba a cabo por dentro. Era reservado con sus emociones. Siempre lo fue. Entonces, entendió lo que había tratado de decirle. Era momento de remansar la violencia de su propia naturaleza… Por su cuenta.


Dejó de llover.



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