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UBÉRRIMO

Ubérrimo: muy abundante y fértil.


La imagen de tu rostro golpea como un puño en el pecho, y ahí descansa. No hace falta preocuparme por el calor que albergan las paredes humildes de esta habitación, ni qué tanto escucho el sonido del mundo o el canto deprimente de las aves que se tambalean en los alambres de los cielos. La imagen de tu rostro golpea y desdibuja mi cuerpo en el suelo, justo a los pies de una cama de sábanas pulcras. Recuerdo las veces que mirabas más allá de la encarnación de mi propia alma y buscabas las tribulaciones de las que tanto te hablaba. Qué dichoso. Qué afortunado. Tocabas el cielo con la punta de los dedos y en él te sangraban los labios. Entonces, esa noche, dormía hecho un ovillo y tu rostro aparecía en anécdotas de ensueños. Tuve rencor de tu partida. Tuve temor del sólido silencio de mi pecho. Y supieras cuantas veces llovió esa misma madrugada... A cántaros.


La comodidad fue un suplicio. Ya ni las palabras encontraban consuelo en sí mismas. Ya ni el cielo se preocupaba de llover margaritas. Tenía hambre de algarabía, pero el campo ubérrimo de rosas rojas se murió reseco. Tenía sed de amor descomunal, pero la siembra jamás rindió sus frutos. Idolatré imágenes de mi propio cuerpo junto a un charco de ocasos rotos que cortaron toda divinidad de la que fui capaz de procrear. Llevaba las manos manchadas de lodo y jamás hice de ellas barro auténtico. Clavé mi puño en mi propio corazón y los ruiseñores clamaron por el amor de sus rosas. La desdicha de sentirte ido quebró sus alas, y recordé que jamás volvieron a ausentarse. Esperé, no obstante, en la lúgubre fragancia de un atardecer dormido, al borde del umbral de una ventana empañada en expectaciones venideras. El sesgo de la luz del sol jamás me pareció tan sombrío y poco agraciado. Se arrastró a mis espaldas, pisándome los talones de plomo.


Pero, ¿qué fue lo que hiciste? No fue obra de arte, fue una obra de cobardía. Culpo al día, o a la noche, o a la misma vida, pero jamás te culpo a ti. Porque sé que recuerdas el jardín de flores que de mi boca expulsé aquella vez que irrumpiste en el degenerado vestíbulo de masas humanas, como advirtiendo buenos augurios. ¿Por qué sembrarías cielos, si pensabas cosechar tempestades?


Supongo que jamás sabrías la respuesta.



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