Vicisitud: orden sucesivo o alternativo de algo.
1975
I
Jamás había sentido las manos tan entumecidas. Ni siquiera aquella primera ocasión que, por vicisitudes del destino, lo conocí bajo una imagen tan elegante y bien marcada, mis manos sufrieron un cambio de temperatura enormemente radical. Incluso juro que deseo devolver el corazón por la boca. Me pongo de pie frente al espejo y, contemplando con cautela la profundidad de mis ojos magullados, induzco a mis pensamientos hacia la tranquilidad de un bosquejo empañado y distante. Me centro en volver al nudo de la corbata y terminar con dicha proeza. Nunca aprendí del todo el arte de los nudos. Él, por su parte, no tenía problema alguno en socorrer mis más estúpidas discapacidades. Aún puedo imaginarlo detrás de mí, embriagándome con su aroma a colonia maderada, estrechando sus manos suaves y caldosas por sobre mi pecho, alcanzando con cierto detenimiento audaz el cuello de mi camisa blanca, recién planchada. Entonces, lo veo dibujar una sonrisa en forma de media luna en el cristal del espejo, guiándome con el atrevimiento de su mirada coqueta. Mis manos lo atrapan en el acto y sujetó sus nudillos con fuerza, sonriéndole, refugiándolo en las paredes internas de mi corazón.
La imagen se esfuma... Se esfuma como toda esperanza que tengo de que su presencia sea real. Abro los ojos, dubitativo, y le echo un vistazo a la corbata. Está lista. Está bien hecha. Lo logramos, juntos. “Gracias”, le susurro a su recuerdo. Finalmente, y con cierto pesar en el pecho, tomo el saco del perchero y lo visto. Los pies me pesan y me parece casi imposible arrastrarlos hacia la puerta de salida. Es como si el vestíbulo entero me engullera de repente y no quisiera desasirme por nada del mundo. “Te romperá el corazón”, lo escucho decir. “No deberías ir”, alega. “Terminarás hecho añicos”, asevera. Y por un momento creo que es verdad. La espiral del pensamiento se desencadena frente a mis ojos. Me veo en ellos, en su profundidad genuina, en el pesar que cargo a las espaldas. ¿Cómo podría abandonarlo siquiera en un momento como este?, me pregunto a mí mismo. ¿Es que acaso su felicidad no debería ser mía? No me detengo a seguir escuchando razones. Por algún motivo, mi corazón me empuja lejos de la espiral recurrente y en pocos segundos ya estoy frente a la puerta, llave en mano. ¿Cómo podría abandonarlo siquiera?
Salgo de casa y camino a pasos lerdos, como haciéndome esperar. Fui criado para llegar a tiempo, a la misma hora pactada. La puntualidad la traigo arraigada en las raíces, no se me está permitido la tardanza como una opción. Sin embargo, hay algo en el tiempo que, por primera y única vez, cuestiona mis propias reglas, mis propios patrones de vida. Dudo si debería seguir dando la vuelta a la calle o si debería importarme en lo absoluto. El corazón me retumba tanto en el pecho que presiento se hace añicos incluso antes de escucharlo decir, “Sí, acepto”. De tan solo pensarlo, materializarlo, transfigurarlo, morderlo, la piel se me vuelve flácida, me bailan las piernas. Arrastro un denso pesar en los hombros, una extraña sombra que acarrea malestar y desasosiego en las paredes de mi interior. Más no lloro. Increíblemente no lloro. Me las guardo todas. Las lágrimas. El dolor carnal. La angustia. La prepotencia. Me las guardo, y adentro se produce la guerra. Me quedo de pie frente a la cuneta, absorto de la realidad que me rodea. Un taxi para; subo a él.
II
Probablemente, lleva mucho tiempo esperando afuera, acomodándose el cuello del saco innumerables veces, peinándose el cabello castaño con cierta firmeza, ambas manos hacia atrás, a la altura de la cintura, caminando de un lado a otro como un león enjaulado. Probablemente, el sol le hace el amor justo ahí, vestido, y siento tanta rabia de que incluso él tenga el privilegio de demostrar su afección sin recibir ningún tipo de represalias. Me muerdo la lengua para ahogar un grito ahogado. El tiempo me juega una mala pasada. El taxi se detiene, el chofer me comunica que hemos llegado a nuestro destino. Echo un vistazo por el cristal de la ventana. Una iglesia elegante, de infraestructura barroca, alta y predominante. Bajo del coche con cierto desgano y le pago al chofer. “Felicidades”, me anima. No le contesto. Trago saliva; la ceremonia ya ha empezado.
No quiero causar ningún tipo de interrupciones. Subo los pequeños escalones grises frente al gran portón de madera y me quedo de pie justo ahí, a pocos metros de tenerlo frente a mí. Metros que se sienten como años luz, como la estrella más recóndita del universo, el barco velero que se pierde en las profundidades de un mar turbulento. Me quito el sombrero como acto de presencia y de respeto. Lo busco con la mirada ansiosa, rota. Entonces, mis ojos castaños lo encuentran, como aquella vez que fui por él a la estación del tren, una noche de invierno. Esta vez, él destaca por mucho. Siempre destacó por mucho. Su brillo era y es uno de los más inconmensurables que haya percibido jamás. Era capaz de quemar incluso más que mil soles juntos. Y tuve el privilegio de contemplarlo sin que me cegara la vista. El altar no era nada comparado a su radiante presencia, a su coqueta sonrisa extendida en su rostro ovalado, su nariz inclinada, sus cejas doradas, sus labios sedosos. Apreté un puño en mi pecho, cerca del corazón. Estaba frente a ella, una figura fresca y divina, vestida de un blanco cegador, embargada de una algarabía que sentía como mía. Advertí de una imagen borrosa, llorosa. Y ambos se convirtieron en un conjunto de puntos distorsionados, colores ardientes y vividos.
El sacerdote habla ante la multitud de presentes. No lo escucho. Mi mente ha bloqueado toda oración que no provenga de él, de Miquel. Me importa poco el resto. Me importa poco sangrar frente a sus nupcias. Me importa poco teñir de vino el firmamento. Escucho una marea de aplausos. Sus rostros se acercan a la del otro, y surge una contemplación fija, meliflua, una que aseguro cala hasta en lo insondable del alma misma. ¿Ves es sus ojos los míos? Él sonríe, de nuevo, y se inclina hacia ella, plasmando sus labios en una algarabía que acontece en un mundo alterno al mío. ¿Reconoces mis labios en los suyos? Esta vez, yo sonrío. Y, mucho antes de que el corazón se me desborde por la boca, me doy la vuelta y camino lejos de allí, manos en los bolsillos. Regreso al camino con el corazón entre los dedos. Las gotas de sangre gotean entre las palmas tullidas de mis manos. Una a una, lloro a través de ellas.
Y del cielo brotan margaritas.

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