Vislumbrar: ver un objeto tenue o confusamente por la distancia o falta de luz.
Mis dedos enclenques temblaron de manera benevolente la primera vez que lo vislumbré a la distancia. Trazar las líneas de su figura esbelta y marcada se había convertido en un a obsesión inconmensurable que intentaba superar. Empezaba desde el minúsculo cuero cabelludo bañado en un dorado intenso de sudor y fragancia bronceada. Sepas de cabello ondeado que vacilaban cuál genuina presencia ante la anticuada conexión de mis emociones, un día por la tarde, cuando el sol apenas se desdibujaba en colores magentas y lenguas de fuego color vino, allá en el firmamento de una ciudad plagada de efectos urbanos. Poseían una magia encantadora, como si el color de su naturaleza castaña no fuese más que ilusiones de perdigones que cualquier extraño encuentra cautivo. A veces, cuando no se daba cuenta de que lo observaba leer o buscar un tomo en los alrededores, ideaba a mis dedos pálidos caminar por sobre el frondoso jardín de sus aros avellanos, una textura meliflua ante los ojos de cualquier artista humano. Se trataba de una sensación afrodisiaca para un amante de los minuciosos detalles... Un ceniciento azul enmarañado.
Entonces, seguía por el camino elevado de su frente impoluta, encima de un par de cejas pobladas. Hablar de cejas es hablar de detalles finos en texturas y líneas formadas, plagadas de colores oscuros y una que otra denotación a lo grana, a lo trigueño. Tenía un poco de Frida Kahlo, aquí y allá. Jamás le pregunté la razón por la cual se lo dejaba crecer tanto, o si alguna vez, en un intento descabellado por afirmar sus propias seguridades, intentó deshacerse de él, del volumen, del campo. Pero me agradaban así, firmes, notables y detonantes. Me sentía diminuto y dócil cuando trazaba las líneas que le daban vida a esa específica parte humana de su propio ser, y disfrutaba tanto dibujarlas así, como imaginármelas al cruzar el umbral de la puerta de la librería; seguidas siempre por una luminiscencia color pardo. Delinear, poco después, la figura delicada de sus párpados y la extraña similitud de sus pestañas, era como mirarme en un espejo recreativo, vívido y cristalino. Sin embargo, a diferencia de las mías, sus pestañas eran pícaras, saltonas e incluso se enunciaban mucho antes que sus propios ojos color pardo. Incluso, en muchas otras ocasiones, parecían perderse en lo abarrotado de sus cejas castañas.
Hablar de sus ojos era otra historia. Era una historia que hablaba de Miguel Ángel o el propio Da Vinci. Iba más allá de mis vastos conocimientos. Era la forma, el color y todo lo que a él avocaba sus propios misterios. El espejo del alma y de otras benevolencias. Los secretos que el corazón no dice y que siempre calla. Sus ojos eran esa alma que no me atrevía a husmear, pero que, sin embargo, anhelaba teñir sobre la hoja blanca del papel. Pardos, tan pardos como el bronceado eterno de un cielo ceniciento y voraz a inicios de verano. Tan profundos como la carga de agua marina que el océano engullía sobre sus profundidades. Una transparencia tan inigualable que incluso las aguas de los manantiales envidiaban por las noches negras, cuando la luna visitaba el firmamento para descender a los pies de un par de tristes enamorados. Amaba calcar sus ojos tanto como amaba contemplar el latido de mi corazón durante la expiación de la noche incierta. No solo eran sus ojos, sino también su mirada acentuada y abismal. Era perderse o encontrarse, en el marfil del tiempo magenta, donde las aves emprenden el canto y empañan su pecho de un color verdinegro, un canto encarnado.
Y luego me deslizaba por el sendero estrecho de sus fosas nasales. Podría apostar a que me recordaba a una figura aguileña y en muchas circunstancias redonda, detonante de un brillo colorado. Poco importaba que le llamaba mucho la atención la barba oscura y predominante que se dejaba crecer de vez en cuando. A diferencia de otros rostros y colores de piel, la suya era ideal para albergar campos de cuero cabelludos más allá de los de su propio cabello serpenteado. Importaba poco si se trataba apenas de delgadas líneas de negros corredizos o pasajes aguileños por encima de estos. El color de sus labios era un camino mucho más peligroso, pero embriagador. Embriagador de color rojo. Un rojo sensual y muchas veces atrevido. Una espesa capa de carne sobre una línea que no solo los separaba, sino que también los unía. Una suavidad que era adrede, a simple vista del ojo humano. Un regocijo que venía desde una sonrisa desdibujada de punta a punta. Un par de extremos carnosos que no solo moldeaban, también ansiaban y gesticulaban palabras sonoras. Un tono de voz que hasta entonces desconocía.
Conseguir llegar al mentón era todo una proeza. A esa altura, ya tenía el corazón en la mano o en la misma boca. Mis mejillas cadavéricas quizá se hallaban bañadas de un rubor casi vergonzante que relucían el frágil color de mis ojos marrones. Era como tener el sol bruñido besándome el rostro y, en parte, los cabellos lisos, insignificantes. Su mejilla ondeada era la cuna de suaves caricias y roces humanos. No eran el final del camino. Era apenas el comienzo de algo mucho más extenso e indescifrable. Por el momento, me sentía pleno con el proceso y el progreso. No habíamos hablado de ello. No era una sorpresa. Tampoco estaba seguro si debería mostrárselo. Quizá podría ser sujeto de un intercambio osado: yo le enseñaba el dibujo y él me enseñaba a redescubrirlo. Hasta entonces, no firmaría en la parte inferior del cuadro.
Hasta entonces sería un secreto.

Comments