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VÁSTAGO

Vástago: persona descendiente de otra/renuevo que brota del árbol.


Ya no es un niño y es lo que más me cuesta creer. Quizá porque el tiempo ha sido demasiado tirano y me ha hurtado al pequeño enclenque que alguna vez sostuve entre mis manos. Ahora mis brazos han olvidado el calor flamante que emitía su cuerpo. Todo tiempo pasado fue mejor. Todo tiempo que no acostumbró a acrecentar esta sensación de extrañeza entre los dos, y las palabras no solían escasear en nuestras conversaciones cotidianas. Extraño sentirme su héroe. La trascendencia del tiempo me ha convertido en un cruel testigo de lo pronto que crecieron sus brazos larguiruchos, sus manos entonadas, sus piernas tullidas, y el resto de piezas humanas que lo conforman. El sonido de su voz me suena incluso familiar, pero casi inexistente en estas paredes de madera. El niño de la sonrisa gozosa casi no existe y contemplo que todo empeño que deposité a sus espaldas para que sea mejor que yo, ahora lo arrastran por el suelo. Y me siento culpable. A veces, envidio un poco el hecho de que sus palabras fluyan con mucha más naturaleza cuando está cerca de su madre. Ella se ha convertido en el pegamento que nos une en la mesa, en la soledad, en los desayunos un domingo por la mañana, en las tardes de ocaso profundo, en veranos de un triste recuerdo juvenil, en fotografías que se sobrecargan de polvo y de antigüedad.


Tiene temor, mucho temor; temor de hablar, temor de expresar, temor de sostener su sentencia en la punta de los labios, temor de salir al mundo, temor de ser herido. Para él solo existen cuatro paredes y un buró de libros que reciben el sesgo de la luz del sol, un verano caldoso al atardecer. Sus gustos literarios son muy distintos a los míos, pero es la mejor manera que he encontrado para comunicarnos. Aunque nunca hemos discutido aquello que leemos en conjunto. Él se guarda todo para sí mismo y tengo la sed de saber qué piensa, qué siente, qué opina. Sé tan poco de sus emociones que no sé cómo amarlo. Sé tan poco de sus palabras que no sé cómo hablarle. Sé que piensa que somos un par de desconocidos viviendo bajo el mismo techo. Quisiera que hable, que abra su corazón, que se recueste al borde de la cama y sus labios se empapen en palabras jamás dichas. Pero algo lo detiene; un temblor en su cuerpo, en sus ojos, en sus manos, una figura achacosa que espera el regreso de su madre para destruir el sello de sus labios. Su habitación es un mundo en el que difícilmente tengo permitida la entrada, y cuando tengo la ardua misión de ir a echarle un vistazo, mis pies no pasan del umbral de la puerta.


Me recuerda bastante a mis épocas de mocedad. Me recuerdo siendo un muchacho bastante callado, reservado, y bajo una convivencia casi deplorable con su padre. Me recuerda al aislamiento en torno al resto del mundo y el cohibimiento a sentirme rodeado de hombres y mujeres que juraban conocerme desde que era un retoño. Quizá lo heredó de mí. Quizá, después de todo, eso demuestra que es vástago mío. Más anhelo que sea mejor. Se lo he dicho tantas veces que creo que no pudo sostener el peso de dicha expectativa sobre sus hombros. Es el más difícil de todos. Al menos con los otros, las palabras no son tan complejas de encontrar. Con él, la garganta se achica y un nudo se centra en la yugular. Poco conozco a sus amigos o amigas. Poco sé sus preferencias musicales (aunque de vez en cuando lo he atrapado escuchando canciones en inglés. Creo que son sus favoritas). Y pocas veces ha venido a llorar a mis brazos cuando el mundo se le venía encima. ¿Cómo puedo ayudarlo, si ni yo mismo sé cómo hacerlo conmigo? Con frecuencia, desearía que vuelva a ser un niño y que me hable de todo lo que hizo en la escuela, y de a donde le gustaría ir en vacaciones, y de los animales que vio en la chacra de su abuelo, y secretos que jamás traspasaron mis labios. Desearía que me ayude a destruir aquel muro invisible que ambos hemos construido con el tiempo, y el cual nos mantiene lejos el uno del otro. Desearía verlo sonreír más seguido y que haga del mundo algo diferente, algo suyo. Desearía que se libere de todos aquellos nudos que guarda en el pecho. Desearía… Tan solo desearía.


Quizá las cosas cambien con el tiempo. Quizá no. O quizá ya no esté aquí para verlo superar sus temores y sus inseguridades. De todas maneras, quiero contemplar su crecimiento, aunque su presencia sea distinta, aunque sus ojos ya no trasmitan amor, aunque ya no necesite que lo lleve en mis hombros, aunque el tiempo degeneren mis huesos o el alcohol acabe con las células de mi cerebro. Quiero verlo convertirse en su propio héroe. Quiero además quedarme con los buenos recuerdos y ese aroma a jabón de bebé que se impregnó en mi piel.


—Papá—me dirá algún día, estrechando su mano sobre la mesa—, no me trates como un extraño. Soy tu hijo.


Y yo le diré:


—Jamás has dejado de ser mi hijo.


Y sus ojos se empaparán de tanta melancolía que me será difícil distinguir si llora de alegría o de tristeza innata. Pero él siempre será así: un enigma para mí.



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