Vórtice: torbellino, remolino/centro de un ciclón.
—Tus ojos parecen tristes—me susurró.
Un hilo de voz; tan tenue y apacible, como si le diera temor causarme disturbio o malestar. Escuché cada digna oración que de sus labios frescos y rojizos deslumbraron. Acerqué una de mis manos por encima de su rostro con cierta cautela que a veces duele. La yema de mis dedos asaltó el sabor a cerezas de sus labios. Viajé en ellas, en sus líneas pulcras y una vibración que me arrebata el suspiro de un alma cansada por el tiempo. Lo miré con una fijación arriesgada, como aferrándome al color de sus ojos y el basto sepulcro de sus inseguridades. Mi corazón apenas latía con elocuencia y, cada vez que mis manos frotaban su cuerpo, percibía un vórtice en la punta del estómago.
—Siempre son así de tristes—le respondí, por fin, por lo bajo. Un secreto entre él y yo.
— ¿Aun cuando me miras?
— No puedo evitarlo.
Mis dedos asaltaron sus cejas pobladas, y en ellas dibujé un horizonte bañado en sangre color vino y un par de nubes dispersas que acompañan el firmamento de una noche anunciada. Un océano de estrellas se empapaba por encima de sus hombros, de su rostro, y me sentía maravillado de tocar el universo con los dedos. Me importaba poco estar desnudo, junto a él, cuerpo a cuerpo, sudor a sudor, de una noche agitada y en vela. Un calor innato que provenía de las mismas sábanas, de las intenciones de las paredes que nos separaban del resto del mundo, del silencio sostenido que se abría paso entre sus palabras y las mías, la luz del día que apenas ingresaba por la ventana y daba arriendas sueltas a un nuevo amanecer. Arrastré las manos por su cuello e imaginé que tocaba una sonata, un instrumento primerizo, una canción arrancada del pecho envuelto en una melodía meliflua y arrogante.
—Eres demasiado hermoso—le dije, y acerqué su mejilla a la mía. Ahí lo besé.
Y nuestros cuerpos nadaban entonces como carne expuesta al sol abrasador. A la orilla de las aguas mansas, bajo un reflejo humano que fundía los dedos para sentirse vivo y latente. El sonido del agua era perceptible, entre tanto silencio acaparador. Y él me veía, tanto como un artista admira su pintura o su escultura recién hecha. Él me creía una pieza de arte. Yo lo creí el mismo arte. Y así nunca terminaba de contemplar los minúsculos detalles de mi cuerpo desnudo. Esta vez, él ondeó sus brazos por el cielo y los hizo llegar hacia mí, sosteniéndome en el seno de su refugio. Descansé la mitad del rostro en las palmas de sus manos y lo observé a contraluz, bajo una sombra opaca y lejana.
—Quiero tocar cada parte de ti—me habló, como pidiendo permiso.
—Soy todo tuyo.
Y el dibujo de una sonrisa fresca y agraciada desfiló entre las líneas de sus cumbres carnosas. Él conocía otras formas de besarme sin la necesidad de besarme. Y yo también. Yo encontraba nuestra conexión debajo del poder de las aguas. La conexión de cuerpos sólidos y firmemente jóvenes que deseaban ser uno solo, en espíritu y ser mundano. Tomé su rostro entre mis manos y él cerró los ojos. Le acerqué mis labios y los suyos desearon besarme, empaparme de sabor a cerezas. Más yo rocé la punta de su alma enjuagada en jabón y agua mansa. Tiré un poco de sus cabellos hacia atrás y el agua se escurrió entre mis dedos enclenques.
— ¿Por qué cerramos los ojos cuando besamos?—pregunté, más al aire que a él mismo.
—No lo sé—contestó en el acto y un hilo de espuma le chorreó por el rostro.
Se rió un poco, como guardando prudencia, y el sonido de su sonrisa abarcó gran parte de mi corazón y logró encogerlo tanto como para caber en sus manos. Y juro que no me importó brotar en el sendero de sus líneas mortales. Quise que mi corazón capturara el momento de nuestra decencia atrevida, de nuestros momentos matutinos en la bañera impoluta, en la cocina, vestidos de aromas triviales y sazones simples, entre colores grises o demencias de un sábado por la noche y un domingo en resaca, de insomnio y ansiedad. Atraje su frente a la mía y descansé el peso de mis pensamientos en él. Y me sentí tan culpable que comencé a delirar un poquito. Un poquito como la última gota de la lluvia torrencial a la mañana siguiente. Un poquito como el alpiste del canario amarillo que de su jaula huyó. Un poquito que no se mide con la palabra demasiado.
— ¿Sabes que algún día nuestros cuerpos se irán y se convertirán en polvo?
Sus ojos se abrieron despacio. Se veían mucho más vívidos, reales y nítidos. Quería perderme tanto en ellos como me fuera posible y adentrarme en el laberinto de una mirada esculpida en sinceridad y afecto recíproco.
—Toda nuestra juventud será hurtada—le seguí diciendo, en voz baja, contándole un cuento sin final feliz—. Y entonces, ¿qué nos queda?
Sus manos sembraron flores en mis mejillas y me miró tan profundo como pudo.
—Amor—verbalizaron sus labios—. El amor nunca envejece.
Sus palmas se inundaron en agua y bañó mis pensamientos de pies a cabeza. Por primera vez, después de mucho tiempo en austeridad, me sentía limpio. Jugué con sus cabellos castaños e hice de ellos las caricaturas más graciosas. Jamás perdió mis ojos de vista. Tenía una pequeña obsesión con ellos. Le causaba preocupación y una dedicación inconmensurable.
—Algún día—habló cerca de mi rostro flácido en sueños—… Haré que tus ojos sean felices. Otra vez.
Sonreí en mis sueños o quizá aún lucido, más no abrí mis ojos. El peso de mis huesos era agotador y bastardo. Y antes de sumirme en un plano oscuro del que no estaba seguro si regresaría alguna vez, le dije:
—Buena suerte con eso.
Y su aroma fue lo último que percibí entre mi piel ahumada.

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